Leticia Feippe
“QUISIERA SER MÁS PUTA”
La cama estaba destendida y casi amagué a tenderla. Después me dije "para qué" y me le senté arriba. Eran las diez de la noche y nadie iba a visitarme a esa hora.
Me paré. Caminé hasta mi escritorio y agarré el control remoto del equipo que me había comprado con mi primer sueldo. Volví a la cama y apreté power. El equipo no se prendió. Me paré. Caminé hasta mi escritorio y prendí, sin usar el control, el equipo que me había comprado con mi primer sueldo. Volví a la cama y me acosté boca abajo. El síndrome de sábado en casa había empezado.
No quise llamar a nadie. Mis amigas seguramente saldrían con sus novios y mis cuasinovios con sus otras amigas. El teléfono sonó tres veces. Todas las llamadas eran para mi hermano que no estaba. Empecé a contarme cuáles eran los beneficios de la soltería y me sentí contenta conmigo misma.
Número uno: no tenés que ponerte lo que a él le gusta.
Número dos: no tenés que explicarle quién es el que te llamó por teléfono mientras estabas comiendo tallarines con él.
Número tres: no tenés que hacerle regalos caros que después no usa en su cumpleaños.
Número cuatro: no tenés que comer chicles para que no le dé asco besarte mientras fumás.
Número cinco: podés aguantar un mes y medio sin depilarte que nadie se va a quejar.
Todo eso me llevó a decidir que si llamaba cualquiera de esos que conocés un sábado, te llaman el miércoles y vuelven a llamarte el sábado para "ir a tomar algo", le diría "no, hoy no puedo".
Rodé hacia un costado de la cama y dejé que mis pies cayeran al piso. Fui hasta la cocina. Puse un pedazo de torta de atún arriba de una servilleta de papel y lo metí en el microondas.
Cuando el teléfono sonó de nuevo, tragué la torta que tenía en la boca y atendí. Preguntaron por mí y dije "soy yo". No me gusta referirme a mí en tercera persona diciendo "ella habla". Es obvio que "ella habla", si no nadie la llamaría por teléfono.
Cuando dijo quién era supe que a veces sí vale la pena que te llamen.
"¿Qué hacés?", le dije a ese amigo español que había visto por última vez dos años atrás.
Nuestra conversación estuvo llena de "qué sorpresa", "no puedo creer que estés en Montevideo" y "tenemos que vernos".
Mi amigo tocaba el acordeón en un grupo. Lo habían contratado en Buenos Aires y había cruzado para descansar un fin de semana.
Me dijo que había intentado comunicarse durante toda la tarde y que siempre había estado ocupado. Le dije que mi hermano era de terror, que no-te-imaginás-la-cuenta-que-nos-viene- por-culpa-suya. No le dije que yo había pasado seis horas conectada a Internet.
Luego de bañarme no me sequé el pelo. Estaba apuradísima por salir. Busqué mis pinturas y revoqué un poco mi cara hasta entonces aburrida. El lápiz de labios que más me gustaba estaba derretido y tuve que ponérmelo con los dedos.
Tomé un taxi hasta el hotel. El taxista me dijo "lindo perfume" y se rió. Entonces me entró la duda de si no había exagerado un poco cuando me lo puse y abrí las ventanas para ventilarme.
Él estaba en el hall. Impecable, con el pelo mojado igual que yo pero con gel. Siete tipos lo acompañaban. Me los presentó. Sonreí. Tomé las manos de mi amigo y volví a repetir el "qué sorpresa" y el "no lo puedo creer". Ahí me acordé que tenía amigas que nunca salían pero que seguramente aceptarían conocer extranjeros. Las llamé. Vinieron enseguida y luego de las presentaciones pertinentes salimos a bailar.
Mi amigo bailaba bien. Mis amigas bailaban con sus amigos. Tres desaparecieron. Mis amigas desaparecieron con los otros tres. Él no me dijo que era linda ni que le caía bien. Bailó conmigo y quedamos muy cerca como para que un beso fuera lo más obvio. Me lo dio o se lo di yo. Era lo de menos. Salimos a la terraza y empezamos a conversar. Entonces me enteré cuál era su edad, qué hacían sus padres, qué hacía cuando no tocaba el acordeón, qué auto tenía y cuánto tiempo le había durado la varicela.
Como yo tenía frío él me prestó su jersey que para mí era un buzo. Estaba contenta porque como éramos amigos no iba a decirme "vamos a un lugar más tranquilo". ¡Cómo odiaba esa frase! Como éramos amigos, no iba a hacerme ningún verso para llevarme a un telo. Todo se daría solo, como debe ser.
A la media hora ya no sentía el frío. Tampoco el de sus manos por debajo del buzo que me había prestado. Ni el de esas mismas manos debajo de mi camisa.
Hubiera querido estar en otro país para no tener vergüenza, para estar preparada para acostarme con él. En otro país seguramente hubiera salido pensando cómo terminaría. Pero estaba en Uruguay, la salida había sido inesperada, hacía un mes y medio que no me depilaba y el gallego se me iba al otro día. Pensé llevarlo a mi casa. Mientras él esperaba en el comedor tomando algo, yo podría usar la afeitadora de mi padre y abrir la canilla para que él no sintiera el ruido de las hojas pasando por mis piernas. Pero no me animé. En casa solo había agua de la canilla y jugo Tang, mi cama estaba destendida, el microondas abierto y la servilleta con medio pedazo de torta de atún, en la mesita del teléfono. Ni siquiera me había puesto la bombacha del mismo color que el sutién.
Mi amigo subió sus manos por mi espalda y yo junté los brazos para que no notara que no me había afeitado las axilas y que cada pelo de varios días estaba lleno de desodorante en crema. Al notar la resistencia me miró comprensivo y me preguntó si estaba molesta. Le dije que no con mi mejor sonrisa. Entonces él me dijo "vamos a buscar a los demás". Tuve que decir que sí. Como no los encontramos, nos fuimos. En la parada del ómnibus interdepartamental hubo pocos besos pero largos. Las manos estuvieron tomadas todo el tiempo. Supuse que él estaría cuidándose de no hacerme nada que yo no quisiera. ¡Pero yo quería! Simplemente, no podía. Mi protector diario estaba arrugado y mojado. Lo sentí cuando me paré.
Al revés que todas las veces que salía con alguien, fui yo quien lo acompañó hasta su hotel. Hicimos tiempo en el hall porque en su habitación estaba quién sabe cuál de sus amigos con quién sabe cuál de mis amigas. Cuando bajaron nos reímos los cuatro y conversamos media hora. Eran las ocho. Ellos se iban a las diez y todavía tenían que aprontar los bolsos. Le devolví el buzo. Venía bárbaro para tapar su camisa manchada con rouge indeleble de Lancôme y con base de librito de Avón. La gente del hotel nos miraba y se reía de vernos más ojerosos y despeinados que cuando salimos. A mí no me causaba ninguna gracia.
Mi amigo me acompañó a la parada. Como era de día no valía la pena gastar en un taxi. Dejé pasar dos ómnibus por besarlo. Hasta me animé a besarle la oreja, cosa que no me gustaba hacer en la primera cita. Mi amiga apareció con su amigo y me dijo "mirá, ahí viene tu ómnibus". Volví a besar a mi amigo. No me gustó decir "chau", "cuidáte", "te escribo". Desde el asiento lo saludé con la mano.
Fueron 15 minutos de recorrido hasta que bajé. A dos cuadras de mi casa. Mientras buscaba la llave me di cuenta que había dejado las luces prendidas. Mi hermano todavía no había llegado. Entré al baño. Sentada en el water me saqué los lentes de contacto, la pintura que me quedaba y el protector diario arrugado, todavía húmedo. El papel higiénico también se humedeció. Para dormir me puse una remera y me saqué el sutién. La radio seguía encendida, así que me acerqué y apreté el "sleep" del control remoto. Una vez en la cama, cerré los ojos. Pero demoré mucho en dormirme.
(Publicado en A palabra limpia/4, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2000)
“QUISIERA SER MÁS PUTA”
La cama estaba destendida y casi amagué a tenderla. Después me dije "para qué" y me le senté arriba. Eran las diez de la noche y nadie iba a visitarme a esa hora.
Me paré. Caminé hasta mi escritorio y agarré el control remoto del equipo que me había comprado con mi primer sueldo. Volví a la cama y apreté power. El equipo no se prendió. Me paré. Caminé hasta mi escritorio y prendí, sin usar el control, el equipo que me había comprado con mi primer sueldo. Volví a la cama y me acosté boca abajo. El síndrome de sábado en casa había empezado.
No quise llamar a nadie. Mis amigas seguramente saldrían con sus novios y mis cuasinovios con sus otras amigas. El teléfono sonó tres veces. Todas las llamadas eran para mi hermano que no estaba. Empecé a contarme cuáles eran los beneficios de la soltería y me sentí contenta conmigo misma.
Número uno: no tenés que ponerte lo que a él le gusta.
Número dos: no tenés que explicarle quién es el que te llamó por teléfono mientras estabas comiendo tallarines con él.
Número tres: no tenés que hacerle regalos caros que después no usa en su cumpleaños.
Número cuatro: no tenés que comer chicles para que no le dé asco besarte mientras fumás.
Número cinco: podés aguantar un mes y medio sin depilarte que nadie se va a quejar.
Todo eso me llevó a decidir que si llamaba cualquiera de esos que conocés un sábado, te llaman el miércoles y vuelven a llamarte el sábado para "ir a tomar algo", le diría "no, hoy no puedo".
Rodé hacia un costado de la cama y dejé que mis pies cayeran al piso. Fui hasta la cocina. Puse un pedazo de torta de atún arriba de una servilleta de papel y lo metí en el microondas.
Cuando el teléfono sonó de nuevo, tragué la torta que tenía en la boca y atendí. Preguntaron por mí y dije "soy yo". No me gusta referirme a mí en tercera persona diciendo "ella habla". Es obvio que "ella habla", si no nadie la llamaría por teléfono.
Cuando dijo quién era supe que a veces sí vale la pena que te llamen.
"¿Qué hacés?", le dije a ese amigo español que había visto por última vez dos años atrás.
Nuestra conversación estuvo llena de "qué sorpresa", "no puedo creer que estés en Montevideo" y "tenemos que vernos".
Mi amigo tocaba el acordeón en un grupo. Lo habían contratado en Buenos Aires y había cruzado para descansar un fin de semana.
Me dijo que había intentado comunicarse durante toda la tarde y que siempre había estado ocupado. Le dije que mi hermano era de terror, que no-te-imaginás-la-cuenta-que-nos-viene- por-culpa-suya. No le dije que yo había pasado seis horas conectada a Internet.
Luego de bañarme no me sequé el pelo. Estaba apuradísima por salir. Busqué mis pinturas y revoqué un poco mi cara hasta entonces aburrida. El lápiz de labios que más me gustaba estaba derretido y tuve que ponérmelo con los dedos.
Tomé un taxi hasta el hotel. El taxista me dijo "lindo perfume" y se rió. Entonces me entró la duda de si no había exagerado un poco cuando me lo puse y abrí las ventanas para ventilarme.
Él estaba en el hall. Impecable, con el pelo mojado igual que yo pero con gel. Siete tipos lo acompañaban. Me los presentó. Sonreí. Tomé las manos de mi amigo y volví a repetir el "qué sorpresa" y el "no lo puedo creer". Ahí me acordé que tenía amigas que nunca salían pero que seguramente aceptarían conocer extranjeros. Las llamé. Vinieron enseguida y luego de las presentaciones pertinentes salimos a bailar.
Mi amigo bailaba bien. Mis amigas bailaban con sus amigos. Tres desaparecieron. Mis amigas desaparecieron con los otros tres. Él no me dijo que era linda ni que le caía bien. Bailó conmigo y quedamos muy cerca como para que un beso fuera lo más obvio. Me lo dio o se lo di yo. Era lo de menos. Salimos a la terraza y empezamos a conversar. Entonces me enteré cuál era su edad, qué hacían sus padres, qué hacía cuando no tocaba el acordeón, qué auto tenía y cuánto tiempo le había durado la varicela.
Como yo tenía frío él me prestó su jersey que para mí era un buzo. Estaba contenta porque como éramos amigos no iba a decirme "vamos a un lugar más tranquilo". ¡Cómo odiaba esa frase! Como éramos amigos, no iba a hacerme ningún verso para llevarme a un telo. Todo se daría solo, como debe ser.
A la media hora ya no sentía el frío. Tampoco el de sus manos por debajo del buzo que me había prestado. Ni el de esas mismas manos debajo de mi camisa.
Hubiera querido estar en otro país para no tener vergüenza, para estar preparada para acostarme con él. En otro país seguramente hubiera salido pensando cómo terminaría. Pero estaba en Uruguay, la salida había sido inesperada, hacía un mes y medio que no me depilaba y el gallego se me iba al otro día. Pensé llevarlo a mi casa. Mientras él esperaba en el comedor tomando algo, yo podría usar la afeitadora de mi padre y abrir la canilla para que él no sintiera el ruido de las hojas pasando por mis piernas. Pero no me animé. En casa solo había agua de la canilla y jugo Tang, mi cama estaba destendida, el microondas abierto y la servilleta con medio pedazo de torta de atún, en la mesita del teléfono. Ni siquiera me había puesto la bombacha del mismo color que el sutién.
Mi amigo subió sus manos por mi espalda y yo junté los brazos para que no notara que no me había afeitado las axilas y que cada pelo de varios días estaba lleno de desodorante en crema. Al notar la resistencia me miró comprensivo y me preguntó si estaba molesta. Le dije que no con mi mejor sonrisa. Entonces él me dijo "vamos a buscar a los demás". Tuve que decir que sí. Como no los encontramos, nos fuimos. En la parada del ómnibus interdepartamental hubo pocos besos pero largos. Las manos estuvieron tomadas todo el tiempo. Supuse que él estaría cuidándose de no hacerme nada que yo no quisiera. ¡Pero yo quería! Simplemente, no podía. Mi protector diario estaba arrugado y mojado. Lo sentí cuando me paré.
Al revés que todas las veces que salía con alguien, fui yo quien lo acompañó hasta su hotel. Hicimos tiempo en el hall porque en su habitación estaba quién sabe cuál de sus amigos con quién sabe cuál de mis amigas. Cuando bajaron nos reímos los cuatro y conversamos media hora. Eran las ocho. Ellos se iban a las diez y todavía tenían que aprontar los bolsos. Le devolví el buzo. Venía bárbaro para tapar su camisa manchada con rouge indeleble de Lancôme y con base de librito de Avón. La gente del hotel nos miraba y se reía de vernos más ojerosos y despeinados que cuando salimos. A mí no me causaba ninguna gracia.
Mi amigo me acompañó a la parada. Como era de día no valía la pena gastar en un taxi. Dejé pasar dos ómnibus por besarlo. Hasta me animé a besarle la oreja, cosa que no me gustaba hacer en la primera cita. Mi amiga apareció con su amigo y me dijo "mirá, ahí viene tu ómnibus". Volví a besar a mi amigo. No me gustó decir "chau", "cuidáte", "te escribo". Desde el asiento lo saludé con la mano.
Fueron 15 minutos de recorrido hasta que bajé. A dos cuadras de mi casa. Mientras buscaba la llave me di cuenta que había dejado las luces prendidas. Mi hermano todavía no había llegado. Entré al baño. Sentada en el water me saqué los lentes de contacto, la pintura que me quedaba y el protector diario arrugado, todavía húmedo. El papel higiénico también se humedeció. Para dormir me puse una remera y me saqué el sutién. La radio seguía encendida, así que me acerqué y apreté el "sleep" del control remoto. Una vez en la cama, cerré los ojos. Pero demoré mucho en dormirme.
(Publicado en A palabra limpia/4, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2000)
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