Los ruidos
Verónica D'Auria
Abrió el ropero y pasó su mano por todos los trajes que usaba para las galas. Tocó el vestido de otoño, drapeado a la manera de una túnica griega. Estaba el otro de seda color crema, con rosas bordadas en relieve. Había uno turquesa con encaje, que al pasar la yema de los dedos sentía el tafetán de la falda. Tenía, si los contaba, más de treinta colgados, ordenados, esperándola.
Cada noche de gala él escogía uno y lo ponía estirado sobre la cama que ambos compartían, yaciendo así, esperando que su cuerpo le diera forma y quizás también un poco del movimiento que necesitaba para poder brillar en el mundo. Sabía que debía maquillarse a tono con el vestido y así entrar en la platea del teatro grande que estaría lleno de dignatarios locales y extranjeros, prontos a escuchar la música que él dirigiría.
Usaba siempre una misma batuta, que desde cerca se veía vieja y algo resquebrajada, ya que la había conseguido en la época en que su madre lo acompañaba desde la primera fila a todas las galas. Había viajado poco, y era de los escasos artistas que lograba que vinieran a verlo, o que grandes intérpretes hicieran sus maletas y visitaran el ignoto país solo para ser dirigidos una vez por él en el teatro más grande, que a los músicos de fama internacional les resultaba en realidad mediano, o tal vez pequeño.
Ella debía estar ahí, decorada como una estatua viviente, para que comenzara la función y él se sintiera seguro como si tuviera alrededor de su pecho un amuleto. La música no le era indiferente, aunque ella prefería los coros donde podía sentir toda la gama de vibraciones de la voz humana, y no las sinfonías y los conciertos donde los instrumentos de viento y los golpes de percusión parecían manejar las emociones de los espectadores y hacerles creer que de eso y solo de eso se trataba la genialidad.
Entonces, al final, llovían los aplausos. Al comienzo le irritaban los nervios, pero le resultaban tolerables. Después de varias galas seguidas, los ruidos se le hacían insoportables.
Le parecían primero estampidas de animales que huían en la sabana de un depredador veloz. Otras veces sonaban como vigas muy largas y cascotes de cemento, que caían cuando se demolía un edificio muy bello y muy antiguo. Pero lo peor era cuando le recordaban a los rayos que había oído en su infancia desde una vivienda precaria, en donde verdaderamente creían que se acercaba el fin del mundo.
Primero fue la irritabilidad en los conciertos. Luego fue el cerrar los ojos y sentir el pánico que la llevaba a sudar la frente y las manos, aunque fuera en medio de las galas de invierno. Le tocaba luego saludar a todos con el maquillaje corrido y los ojos rígidos. Algunos creían que era la pura emoción que la inundaba, y el orgullo de ver un concierto dirigido y tocado con total perfección.
Pero los aplausos comenzaron a seguirla luego de la siesta, en el apartamento. Primero pensó que tenía un latido en los oídos. Hizo todo lo que pudo -desde colocarse gotas tibias hasta controlar su presión arterial-, pero el sonido era cada vez más nítido, un murmullo de voces que rompía en un aplauso prolongado, un aplauso que golpeaba las maderas del piso como cascos de bisonte, como piedras que se partían y así, rotas, rodaban en una cantera, como una tormenta feroz que hacía peligrar su vida.
A veces lloraba y otras se sentaba en el piso del baño, como si las baldosas frías fueran un refugio para su mente llena de terribles asociaciones.
Él decidió ignorar su martirio, y se limitó a darle un té de lavanda y sentarla en uno de los sillones reclinables del estudio, donde la hamacaba y le ponía música suave.
Era la gala de verano en el teatro al aire libre. Él le dejó sobre la colcha a rayas el vestido esmeralda, de un brillo tan suave como su tacto, que parecía deslizarse sobre su cuerpo como un baño de aceite perfumado. Se lo había elegido de memoria, sin probárselo, ya que ella prácticamente no salía de su departamento.
Emanciada como si se hubiese hecho adicta a una droga ilícita y fortísima, se colocó el vestido y el maquillaje claro, que apenas conseguía cubrirle las ojeras. Los ruidos habían bajado su vibración, y se habían hecho más inocuos, como un tamborileo callejero distante.
Se sentó en la primera fila del teatro de piedra y contuvo, de la mejor manera posible, su agudo nerviosismo. Los movimientos del concierto abrieron sus oídos como olas en un barco que sabe que no va a resistir el naufragio. Sintió desprecio por los violines picoteados y los cornos que invitaban a una cacería que jamás iba a tener lugar. El piano la inundó de rabia, porque imitaba a un falso perseguidor que en realidad no deseaba encontrar jamás su presa. Hasta que llegaron todos juntos los aplausos. Parecían maracas de un conjunto infernal, maderas golpeadas en una enorme protesta contra el infinito, agujas clavadas en su cerebro para agudizar las sensaciones.
Se descompuso tanto, que la mujer del pianista tuvo que llevarla en taxi hasta el departamento, con los ojos brillantes, tiritando como si hubiese contraído una violenta malaria. Ella pidió por favor que la dejaran a solas, que era una indisposición momentánea. Cuando vio entrar los rayos de luz que flotaban en el departamento, los ruidos fueron cesando y se hicieron murmullos, como rompientes llenas de espuma que lograran apaciguarse al llegar a la orilla. Se sirvió un té de frutas y abrió de par en par el balcón, que la llenó de una calma que no había conocido desde hacía meses.
Entonces, como impelida por una fuerza rápida y anómala, se paró en el balcón y se quitó el vestido que se adhería hondamente a su cuerpo como una hiedra perfumada, y lo lanzó hacía abajo. Solo que, en vez de caer, el viento lo agitó elevándolo muy alto, como si fuese una bolsa de papel o de plástico, muy alto, hasta perderse como una raya esmeralda en el cielo silencioso y dorado.
de Las Alas de Piedra
Publicado por PiraTes
Noviembre de 2008
Montevideo, Uruguay
(Reproducido con permiso de la autora)
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