PIES PLANOS
Ilustración ©Rossana Piccini 2017 |
Los
funcionarios de la biblioteca la felicitaban por el niño y ella tensaba los
cortos músculos para poder esbozar una sonrisa.
Unas
novelas de Jane Austen_le respondió.
La
otra maestra le acarició el pelo suave del bebé y le preguntó por el resto de
su familia. Mientras hablaba y gesticulaba parecía moverse al ritmo de jazz
sobre la biblioteca. Tocaba el aire y se deslizaba en él con levedad. Parecía
no tomarse nada demasiado en serio.
Miró
lo que la otra llevaba. Una serie de policiales suecas sangrientas que solo
impresionaban con sus tapas brillantes y sus ambiguos títulos.
Para
ella en cambio la existencia con sus seis hijos era una roca sólida en algún
sentido: su marido, su casa, su trabajo y su rutina. Solo que vivía llena de
temores.
Temor
que despidieran a su marido de la empresa de fertilizantes orgánicos a la que
asesoraba. Temor que le pasara un accidente a cualquiera de sus hijos. Los
peligros que corrían le marcaban el rostro con pequeños surcos que evitaba
mirar en los espejos.
Nunca
había usado anticonceptivos porque su cristianismo, más convencional que feroz
los cuestionaba y así habían venido, uno tras otro cada uno de sus hijos. Cuando
llegaba la Navidad había que hacer un esfuerzo para poner al pie de la maceta
terracota del arbolito un pequeño regalo para cada uno de los cinco. Luego
venían los reyes y no se podía decepcionar a ningún par de ojitos brillantes. El año que
viene serían seis paquetes iguales. Cada comienzo de clases hacía las cuentas
en un cuaderno de espiral para cubrir el costo de los útiles y los libros que
necesitaban. Daba clases de inglés en
primaria y sus hijos iban becados al colegio religioso pero todo tenía sus
costos. Llegaba al hogar agotada con las tareas del día aguardándola. El marido
nunca podía ayudarla porque todos en la familia dependían de sus horas extra.
Trataba
de inculcarles a sus hijos que no debían envidiar a lo que regalaban a otros
niños. Había visto los ojos de Tomás, el mayor de la serie, brillar con codicia
frente a la patineta nueva de algún compañerito. Ella les repetía que ellos
eran felices porque estaban juntos y el marido asentía, sentado en un sillón, con
camisas siempre del mismo diseño y tonalidad, con los ojos semicerrados. Sin
embargo, en las épocas en que vivían era difícil librarse del consumismo feroz
que los rodeaba de ese mundo de hijos
únicos mimados cuyos deseos materiales se cumplían en un abrir y cerrar de
ojos, como si hubiesen frotado alguna lámpara extraña.
También
a veces la invadían otros temores. A través de la tecnología podía llegar a sus
mentes sin moldear la escoria y la perversión que brotaban de algunas de las
redes. Debido a ello ni siquiera Tomás con sus diez años tenía su propio
celular y había en la casa una sola computadora que debían usar con la puerta
abierta en un horario estrictamente controlado.
En
la televisión los cables pasaban películas o teleteatros con historias obscenas
o pesimistas, llenas de situaciones que no tenían remedio: amores ilícitos, odio
entre padres e hijos, traiciones entre los amigos. Pero ella le encontró una
solución. Sus hijos solo verían musicales de los años cincuenta y películas
viejas de Walt Disney.
Para
ello debía buscarlas casi a diario a uno de los últimos video clubes que
quedaban a unas cuadras del trabajo. Entre descanso y descanso de sus clases se
dirigía con su bolso con el logo de un viejo congreso a procurarles su dosis de
entretenimiento. A menudo llegaba antes de que el negocio abriera y se sentaba
a tomar un cortado en el bar de en frente para hacer tiempo.
Era
un local pequeño de mesas azul pizarra y plantas artificiales colgando de todas
partes como enredaderas. Lo atendían los propios dueños: un hombre calvo con un
acento gallego o asturiano y su mujer que llevaba un delantal muy blanco como
una simple ama de casa que hacía siempre frituras de pescado. El local estaba
casi vacío aunque había visto a varios taximetristas estacionar sus coches
cerca del mediodía. El dueño le traía el periódico del día para leer y un
vasito de agua mineral para acompañar al café.
A
eso de las once una de las empleadas comenzaba a levantar las cortinas de metal
del local de en frente. Se empezaban a ver todos los carteles con las últimas
películas de acción junto a los vidrios ahumados de la puerta. Ella pagaba,
recogía su bolso y se dirigía a la entrada donde había siempre un grupo de
impacientes esperando que el video abriera. Adentro había una separación de
madera compensada donde algunos clientes miraban y elegían videos
pornográficos. En una ocasión vio entrar a un hombre con el pelo graso, la
nariz carnosa y los ojos sin pestañas llevando su perro. Ella en cambio se
dirigía a un pequeño rincón del fondo donde estaban las musicales: Cantando bajo la lluvia, Mi bella Dama, La Novicia Rebelde, Mary
Poppins y El Mago de Oz.
Cuando
llegaba de tardecita con la película a su casa los sentaba a todos frente al
televisor y les incitaba a aprenderse las letras de memoria. Los pequeños
apenas podían entender los argumentos pero les entusiasmaba ver cantar a los
mayores y abrían y cerraban sus bocas como si pudieran de verdad repetir las
letras. El marido en su sillón de costumbre veía pasar las imágenes o
dormitaba.
Una
compañía que solo reproducía musicales hizo una puesta en escena del Mago de Oz y los niños ansiosos oyeron
del evento y pidieron ir a verlo. El abuelo paterno que tenía una buena
jubilación y había enviudado hacía poco se ofreció a pagar las entradas de los
cinco mayores, que podrían disfrutar del espectáculo. Se vistieron todos con
las ropas que usaban en los cumpleaños y llegaron con la madre en un taxi hasta
la sala. La mujer se había esmerado. Vistió su chaqueta roja y se sujetó el
pelo con horquillas mientras los esperaba en el foyer del teatro. Tomás entró
con sus hermanos: Lucía, Mateo, Lucas y José María_de ocho, siete, cuatro y
tres años respectivamente.
Ella
permaneció sentada en un pequeño sillón de estilo inglés y de vez en cuando los
acomodadores entraban y salían de la sala y se podían escuchar las voces de los
actores y ver la tenue iluminación del espectáculo. Era en momentos como ese
donde su vida le parecía una roca de granito y sus temores sombras como nubes
blancas de verano que se desflecaban.
A
veces cuando le preparaba los biberones a Matías(el bebé era alérgico a la
leche de vaca)entibiando la preparación en el microondas oxidado, pensaba que su temor más
grande, y el más irracional de todos _era el de la ausencia de Dios que
desencadenaría en la vida de todos un caos absoluto.
Tenía un recuerdo que a veces se repetía en un
sueño que era siempre el mismo. De niña, como tenía pies planos, la llevaban
siempre a una zapatería especial que hacía confecciones a medida. Quedaba en un
local de la Avenida Principal en una sala que había sido por los años treinta
un lujoso y antiguo teatro. Lo curioso de la zapatería era que las vitrinas
estaban acomodadas delante de lo que lucía como el salón en todo su esplendor. La
niña miraba el terciopelo bordeaux de los asientos, las orlas doradas de los
palcos, un mosaico con las máscaras de tragedia y comedia y los seres
mitológicos pintados alrededor de una araña de caireles pequeña pero brillante.
La niña mientras se calzaba los zapatos
no muy bonitos, entorpecidos por plantales pensaba que todo ese despliegue
visual sin actores ni espectáculo debía ser en su pequeña mente un signo de la
ausencia de Dios.
La atemorizaba ir a probarse una y otra vez el
mismo calzado. Ver la horrible mueca de la comedia retorcerse dorada en un
espacio vacío o los zapatos especiales para niños deformes que tenían una
pierna más larga que la otra; pensar que había alguien escondido en el silencio
absoluto donde retumbaban sus pasos dentro de los plantales. Que había ojos
mirándola detrás de la cortina de terciopelo color uva.
Cuando volvía a tener el sueño
recurrente se despertaba con un sudor frío, le echaba una mirada al hijo menor
y abrazaba a su marido que le daba la espalda y roncaba levemente.
En realidad, durante la mayor parte del tiempo
trabajaba tanto que no podía pensar ni siquiera en los temores.
Cuando
no corregía escritos y estructuraba la planificación clase por clase,
recortando juegos de papel para sus alumnos, estaba poniendo las ropitas de
distinto tamaño dentro de la lavadora o secando algunos platos para guardarlos.
Las
rutinas le daban cansancio pero también satisfacciones. Le gustaba salir del
baño y sentir el desinfectante, que protegía a toda la familia.
En
la cena su marido bostezaba y bostezaba y apenas hablaba de problemas del
trabajo. Siempre eran los niños, contando anécdotas de la escuela, de lo que les había dicho tal o
cual maestra, que no querían comer más
alfajores de maicena resecos para las meriendas.
Ella
tampoco hablaba de sus clases, de las exigencias ridículas de la directora de
inglés que quería hacerles recitar a niños de ocho años el discurso de Marco
Antonio en la obra de Shakespeare con el limitado lenguaje que sabían, todo
para la fiesta final, buscando impresionar a los padres de sus alumnos.
Todo
eso alejaba sus temores o quizás los volvía más remotos y más profundos.
Hasta
que llegó al fin la confirmación una noche de octubre. Ese día, ya tarde quiso hacer una impresión a color en la
computadora. Había oscurecido y los niños estaban todavía levantados. Ella no
era muy estricta con los horarios, no los hacía dormir a todos a las nueve pero
iba siendo tiempo de que se acostaran sino al día siguiente tendría que mojarles
la cara para que se despertaran.
Llegó
al escritorio con la puerta semicerrada. Sintió algo en el aire, una huida
fugaz, no sabía bien qué pero algo no andaba bien. Ordenado y luminoso se veía
el protector de pantalla con un jardín edénico, lleno de rosas amarillas y
blancas. Empezó abrir una por una todas las ventanas.
Por
fin encontró la imagen. Se trataba de una persona con el pelo teñido
rabiosamente de blanco y maquillaje espeso como una estrella de ballet, con el
cuerpo desnudo y los genitales pálidos. Ni un tatuaje ni una prenda cubrían su
cuerpo fláccido, casi amarillo, débil, enfermo. Dudó si habría sido su
esposo o los niños mayores que hubieran
recibido esa imagen de un correo.
Y
volvieron como una catarata los miedos y los recuerdos. Estaba la persona en la
imagen con un zapato gigantesco en el pie izquierdo taconeando en la zapatería
vacía; volvían los murmullos detrás de las cortinas suaves y oscuras de los
palcos, estaba ella indefensa con los niños en cama, sola contra la ausencia y sin
nada que la protegiera o al menos lograra por un rato, si acaso, distraerla.
Verónica D'Auria 2017
Verónica D'Auria 2017
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