“Cuanto más huía, más bella se volvía”
Ilustración: Rossana Piccini (2015)
Ovidio
De pronto, en medio de la multitud, comenzó a sentir asco por la gente. Estaba rodeado de lo que podría llamarse su propio medio. Una fiesta en un lugar atrayente y lujoso como una mansión californiana, con tejas oscuras que brillaban y un lago artificial junto a las mesas.
Afuera
comenzaron los fuegos de colores en el aire. Siempre los había admirado. Le
habían dado una alegría primitiva, una suerte de felicidad infantil, una
sensación que todo estaba bien en el universo. Pero hoy los juegos de luces se
parecían demasiado unos a otros; se asemejaban a trucos publicitarios baratos; se sentía de
cerca el olor a pólvora. El estruendo lo hizo remontarse a los ruidos terribles
que debían sufrir en sus oídos los viejos y los animales en guerras que
parecían siempre tan lejanas.
Y aquí estaba él. Con una sonrisa forzada y
elástica, vendiéndoles no un producto sino la esencia de consumir ese producto,
de consumir en general, la filosofía de la sonrisa, del medio vaso de agua
lleno, de la búsqueda permanente de la edad dorada.
Y
estaban también las mujeres. Había varias en su mesa intentando captar su
atención. Unas con el atuendo provocativo, las lentejuelas en el escote, el
corte de la falda a la altura de las largas piernas. Otras con la conversación. Intentaban alabarlo,
reafirmar su ego, qué bien se había desempeñado en cada área en la que había
estado en los últimos años, cómo había cambiado gracias a él la estrategia de
la empresa.
Incluso
estaba la mujer del director regional. Con sus manos hambrientas de dedos
largos no perdía la oportunidad de tocarlo. Le rozaba los hombros con sus uñas
granate, lo miraba recordando las noches que habían pasado juntos en un hotel
roñoso, porque la cautela nunca era suficiente.
Lo
asfixiaban los temas de conversación y sus cabellos bien laciados y sus
movimientos ondulantes prometiendo sexo e incluso el sonido monótono de sus
voces.
Consultó
el celular un par de veces. Un amigo le enviaba el video de un enano lamiéndose
los dedos de los pies. Otra mujer, que también intentaba atraer su atención se
había sacado una foto en la parte superior de un cerro bien empinado,
diciéndole que no podía olvidarlo.
Bebió mucho y el alcohol, aunque fuera del
bueno, no le despertaba la alegría sino que lo ponía más taciturno, más
proclive a odiar a todos e incluso a sí mismo.
Fue al baño , harto ya de tanto líquido. Un
viejo ejecutivo le dio la mano con respeto, como si realmente creyera en alguna de las
mentiras que él vendía. Se miró en el espejo rodeado de retretes limpios, con
mármoles negros en las piletas y suave olor a lavanda. Estaba solo. Tenía la
barba rasurada a la perfección con crema de afeitar con suavizante de piel.
Podía afeitarse dos y tres veces en el día. Buscaba eliminar todo vestigio de
la sombra que le salía en el mentón o la insinuación de pelo cobrizo sobre los
labios. Esa noche su rostro tenía la tez perfecta como la de un niño o un
prepúber que demora demasiado en desarrollarse.
Volvió
a la fiesta. Bailó unas canciones con la mujer más discreta, que casi no
hablaba y llevaba un vestido fruncido de tono verde botella. La música le
resultó repulsiva. Parecía una parodia que había visto en televisión. El
lenguaje intentaba ser prostibulario pero carecía de agallas y de bohemia como
para ser el sonido emanado de un verdadero antro donde la gente al menos se
reunía para gozar.
Dejó a su compañera sentada en un sillón en
semipenumbras al costado de la pista de baile, prometiendo ir a buscarla.
Recogió las llaves del auto discreto sobre la
mesa, como si fuera a buscar algún objeto. Salió en silencio por la puerta que
daba al lago artificial donde las parejas estaban demasiado concentradas
hablándose en susurros mientras él se escabullía como una sombra.
El
lago reflejaba la luna menguante y algún borracho había tirado una botella de
champagne con un mensaje adentro, cerrada a la fuerza con un corcho. Otros
habían hecho, con las servilletas con logo del catering de la fiesta unos
burdos barquitos de papel. Se le volvió imperativo salir de todo eso.
En
el estacionamiento empedrado sacó el Rover siguiendo las instrucciones que le
daba un cuidador aindiado, con patillas prolijas y el cabello duro de tanto gel
con que se lo había alisado.
Le
dedicó un par de frases de agradecimiento ya que el local no permitía darle
propina a ninguno de los empleados. Se dirigió luego a la izquierda con rumbo a
la carretera.
Manejó
despacio porque había bebido mucho y tampoco quería que lo detuvieran por
conducir alcoholizado. Veía los focos de las luces de la carretera con arcos
iridiscentes. Los autos más diversos y
veloces lo pasaban zumbando, como máquinas de guerra huyendo hacia el futuro.
Al
llegar al parque con su propio bosque bajó los vidrios polarizados para
refrescar sus mejillas que le ardían de tanto alcohol y tanto aturdimiento.
Fue
así que la vio, haciendo dedo, sola, blanca como si hubiese sido parida por la
luna menguante que los rondaba.
Se
había tenido que afeitar el cabello porque le crecía cada vez más ralo. Su
calva era delicada y latía como la cabeza de un recién nacido a quien hubiesen
de inmediato rasurado. Tenía los ojos verdísimos bordeados de un grueso
delineador que los hacía dramáticos y espectrales. El vestido de seda arrugada
sin hombros dejaba lucir sus tatuajes que se parecían a las figuras de
Arcimboldo, la de la primavera en uno de los brazos y las figuras del mar
representando otro rostro barroco a lo largo del brazo derecho.
Nunca
había sido sacudido así por otro ser viviente detenido al costado de la ruta,
inmutable, en su estado más puro.
Aproximó
el Rover intentando disminuir la
intensidad de sus luces delanteras y se ofreció a llevarla.
La
joven se acercó bien. Vio el auto brillando con destellos azulados como un
equino maligno. Aspiró el olor de su loción de afeitar con un aroma nauseabundo
a bergamota y almizcle. Observó su traje hecho a medida, su rostro afeitado al
ras, la máquina desplegada solo para atraer,
como las crestas y las plumas de algunos machos, solo que
desnaturalizados, se veían ahora como mecanismos grotescos, como trucos torpes
de un aprendiz de mago.
Él
no la había visto en la fiesta porque de seguro la hubiera notado. Nunca había
deseado tanto a alguien de manera tan poderosa y tan violenta, pero ella siguió
caminando con total indiferencia, bordeando la ruta.
El
no estaba acostumbrado al rechazo directo sin poder desplegar del todo las
herramientas de la seducción. La siguió en el automóvil, hablándole despacio,
con una voz llena de ternura, como para domar una fiera salvaje.
Ella,
al no poder evitarlo se adentró en el bosque de eucaliptus. Entre un árbol y
otro, que parecían estar alineados, había pequeños brotes, arbustos y
pastizales resecos.
Él
apagó el motor y se bajó del Rover. Quería hablarle, tocarla. Decirle que no le
temiera.
Ella
a los tropezones_ sus sandalias de cuerda eran demasiado resbalosas_ se
adentraba hasta el fondo infinito, seguida de cerca por los rayos verticales de
la luna.
Los
eucaliptus silbaban. Movían sus manojos de ramas a veces hacia el este y otras
hacia el oeste y continuaban silbando. Silbaban desde sus troncos delgados y
sus grises se hacían más blanquecinos y
sus verdes se volvían casi negros al resplandor de la luna.
Fatigada
por su condición ella se abrazó a uno de los eucaliptus más viejos, cuyas ramas
superiores se torcían sin hojas como dedos extendidos, rogándole piedad a todos
los cielos.
Él
acortaba a pasos larguísimos la distancia. El alcohol y el deseo le latían tan fuertes en el pecho que le dolían las
costillas de solo respirar. Solo quería decirle, solo quería tocar la piel tan
blanca, el oscuro terracota de sus tatuajes, solo quería rogarle.
Aterrorizada
por la respiración del hombre que se aproximaba, se abrazó más fuerte al árbol
y colocó sus manos con los dedos abiertos, como las ramas superiores del viejo
eucaliptus, implorándole a quien quiera que pudiera escucharla, la luna
menguante, las distantes estrellas brillando en medio del smog de la ciudad.
Instantes
antes de que él se aproximara ella sintió extraños tirones de sus sandalias de
cuerdas y corcho y vio como la ataban al suelo las raíces. Los tatuajes se
fueron endureciendo hasta volverse planchas duras, grises y verdes como la capa
que rodeaba al viejo eucaliptus. Su cabeza rapada fue tragada suavemente por un
hoyo que se abrió en la madera. Dejó de importarle el hombre con la loción de
almizcle, el tono susurrante de su voz, los pasos intentando detenerla.
Cuando
él llegó encontró tan solo el vestido de seda como una escama oscura
desprendida del manto de la noche.
Sin
poder creer lo que había visto y lo que había vivido en los últimos instantes
se puso a gritar con rabia contra la luna lejana y todas las estrellas.
Ilustración: Rossana Piccini (2015) |
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Verónica D'Auria (2015)
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