EL NÁUFRAGO
Tenemos como política no hacer
demasiadas preguntas y aceptar en seguida todas las internaciones.
Esa madrugada la zona de las refinerías estaba
tenuemente iluminada por las luces verdosas que envolvían a las chimeneas y el
humo de las fábricas disolvía en pequeños círculos el fulgor de las últimas
estrellas.
La ambulancia trajo al paciente final de la noche, al que todos
mirábamos llegar desde la ventana de la sala de guardia. Debajo, el patio de
entrada estaba cubierto por una enredadera junto a la cual el jardinero se
empeñaba en cultivar canteros de peonias y rosales que nadie miraría, sumidos
como estaban todos en los grandes tormentos de su mundo interior.
Ileana estaba junto a la puerta fumando el
tercer cigarrillo de la noche y escuchando una melodía altísima en el MP3,
esperando que llegara alguna orden. Vio como lo sacaban de la camilla aunque
solo pudo notar que se trataba de un hombre más bien joven con los brazos
demasiado pálidos.
Hizo el camino de vuelta hacia la sala de guardia. Atravesó la entrada
donde el mármol negro y las letras doradas no lograban disimular el horror y la
desesperación que se escondían en aquel sitio. El ambiente, cuidado e
impersonal, como el de los cementerios privados, tampoco parecía ayudar en nada
para conseguirlo.
La sala de guardia estaba invadida por el perfecto silencio de la noche
y solo gorgoteaba la máquina de café, que a esa hora era lo único que nos
mantenía despiertos. De a ratos las puertas se abrían y el personal nocturno
entraba o salía del pequeño recinto llevando consigo fragmentos de conversaciones personales o de
noticias corrientes, como si no fuera en realidad de madrugada, como si no
hubiera que vivir el día completo.
Sentimos el ruido de pasos fuertes y huecos que se aproximaban a la sala.
Vimos la cara ancha y el bigote desprolijo del psiquiatra de guardia que se
había acercado hasta ese sitio sola para llamar a Ileana. Ella guardó el MP3 enrollándolo junto con los cigarrillos en un pequeño bolso
de jean que colgaba del perchero y se dirigió con el a la habitación catorce
cuya sola mención evocaba los peores augurios de la noche.
Era una
mañana temprano de primavera cuando la abuela de mi madre y su madrina encontraron el cuerpo de un hombre tendido
sobre la arena. Siempre podían recogerse, entre la espuma sucia llena de
pequeños trozos de cortezas podridas cosas valiosa , toneles medianos de aceite
y de aceitunas, pero hasta ahora nunca habían encontrado un hombre.
El mar estaba embravecido y el viento
incitaba a las olas a saltar más allá de
sus límites. Rompían haciendo pequeños pozos en la arena, dejando piedras
redondas y brillosas en torno a las cuales no dejaban de revolotear las
gaviotas que vivían sobre la costa.
No sabíamos mucho del último
paciente y tampoco habíamos intercambiado demasiadas palabras con Ileana. Decían
en la sala que un socio de la inmobiliaria lo encontró en la bañera, hundido en
el espesor de su propia sangre diluida, creyendo que estaba muerto. Fueron los
hombres de la policía médica quienes le encontraron signos vitales y lo
llevaron de inmediato a la emergencia.
Algunos comentaban que se había querido matar por una mujer más joven
del mundo del espectáculo que lo había reemplazado por un galán de turno.
Cuando llevé las toallas pude ver a Ileana inclinada
junto a él. Lo habían intubado con un fuerte antibiótico intravenoso y su
cuerpo extendido como un largo pedazo de marfil tenía dos vendas rojizas
cubriendo sus muñecas.
El hombre hervía bajo las sábanas como si la sangre se rebelara por la
fuerza de los sufrimientos.
El trabajo con los pacientes siempre debió ser realizado sin odio y sin
amor, pero todos amábamos y odiábamos de a ratos a las mismas personas y a
veces al mismo tiempo. Todos menos Ileana que nunca demostraba nada, como si
estuviera siempre adormecida con los ojos abiertos o como si viviera siempre en
los confines de algún sueño.
Las
gaviotas trazaban pequeños círculos en el vuelo mientras ellas se cubrían la
cara de los rayos diagonales del sol
para proteger su blancura tan deseada. Lo miraron tendido un largo rato
pensando cómo hacer para transportarlo a la chacra junto a la playa donde ambas
vivían. Durante esa semana no quedaba ningún hombre que hiciera las faenas.
Había que traer unas frazadas y arrastrarlo
hasta la casa, sacar fuerzas y arrastrarlo porque el hombre estaba muy débil y
si no bebía algo no iba a recuperar tampoco la conciencia. Si bien respiraba de
manera tranquila, si bien no se había enfriado, el náufrago parecía tener un
gran cansancio.
La arena volaba como un pájaro con las alas
cortas, arrastrando el olor a algas saladas, rocas y berberechos.
Ileana lo cuidaba noche tras noche. Este
hombre había sido arrojado en esa cama por el agua turbia de las circunstancias.
Se debatió un breve tiempo entre la vida y la muerte mientras ella lo cuidaba
sin saber si querría continuar con vida, como si eso fuera lo más importante
que le hubiera sucedido en toda su existencia, como si hubiese nacido para
estar allí en ese momento preciso, como si algún orden hubiera anticipado el
movimiento de su mano para sostenerlo.
De a ratos le cambiaba los vendajes. Además de la gasa sobre las heridas le pasaba suavemente una
esponja oval por los brazos cortados como si acariciara un árbol que acabara de
ser podado al acercarse el invierno. Recorría con los agujeros de la esponja
amarillenta las manos con venas azuladas y el dorso de las mismas con las uñas
bien cortadas pero translúcidas, subiendo luego por el brazo, siguiéndole la
línea de la musculatura que sobresalía un poco de la piel adormecida.
A Ileana no se le conocían demasiados hombres. Los médicos no le
interesaban y solo recordábamos de oído su relación más bien corta e infeliz
con un saxofonista. Hablaba de la gente de ese medio y alguien se la había
encontrado sola en una seguidilla de conciertos de rock que eran su mayor
pasión.
En medio de la madrugada cuando bajábamos a fumar o tal vez simplemente
a tomar aire a veces ella compartía conmigo algunas de sus confidencias. Yo
cuidaba de la alcohólica de la sala siete y no tenía mucho en común con ella,
pero sobre todas las cosas la sabía escuchar.
Cargaron
las frazadas hasta la orilla donde estaba el hombre que tenía la ropa desvaída
del mismo marrón descolorido que la madera podrida.
Lo hicieron rodar de costado y lo colocaron
como en una camilla sobre las cubiertas de lana mezcladas. Luego comenzaron
despacio a tirar de él con todas sus fuerzas. El trayecto del mediodía por la
arena parecía una fotografía del desierto.
A lo lejos en la playa las gaviotas estiraban
las alas y planeaban seguras hasta que una corriente de aire las hacía
tambalearse en su vuelo y agitadas procuraban volver a su curso. Otras gaviotas
esperaban abajo cada una sobre una roca diferente, inmóviles, desafiando al agua que llegaba
hacia ellas. Sabían que en cualquier momento, como una explosión, podrían
emprender el vuelo.
Una noche cuando el calor de la
fiebre ya había pasado, decidió afeitarlo. El dormía profundamente por la elevada dosis de somníferos en su sangre y ella le enjabonó la cara con una brocha
pequeña retirándole la barba rala mientras le contemplaba el rostro.
Las raíces de su cabello eran blancas pero después se coloreaban con un
tono cobrizo que podía ser natural u oscurecido con alguna sustancia pero que
de seguro era lo más cercano a su coloración original. El rostro tenía restos
de un tenue bronceado que lograba cubrir las incipientes arrugas y era
probablemente tan artificial como el cabello.
Con una afeitadora descartable blanca recorrió inclinada la parte
inferior de la cara y el cuello demorándose en la piel junto a los labios que
era la más sensible, limpiándolo después con una toalla tibia y perfumada con
el desinfectante floral de la lavandería.
En un momento el hombre abrió los ojos, que eran de un azul rabioso,
como un trozo de acrílico que colgaba cerca de la casa de Ileana para la
publicidad de pinturas, como una pincelada violenta con que alguien hubiera
salpicado el mar en un cuadro.
Esa noche Ileana pasó toda la
noche soñando con el hombre. En el sueño los ojos de él estaban en un frasco
con líquido azul y flotaban levemente impelidos por el viento que movía una
cortina. De repente el frasco caía y el color se derramaba por toda la casa y
no había forma de escapar de él.
Me contó el sueño preocupada mientras fumaba y
la columna de humo se disolvía al llegar a la enredadera clara.
Cuando
llegaron a la casa una vecina las ayudó a que lo colocaran sobre una de las
camas de nogal. También les recomendó que le dieran algo de beber y que
llamaran a un médico.
Lo único que tenían en la casa eran unas
botellas de licor casero de butiá que le acercaron despacio a los labios. Se
despertó tosiendo y escupiendo; dijo unas pocas palabras en español con acento
castizo y se volvió a dormir.
Le desabrocharon el chaleco y el saco
que estaban húmedos y le trajeron
las ropas de uno de los caseros. En uno de los bolsillos del chaleco tenía un pliego de papel: un documento que
afirmaba que él era español, oriundo de San Sebastián, de profesión marinero
El médico le encontró varias fisuras en las
piernas y en los brazos, además de una gran debilidad por la falta prolongada
de agua y de alimento. Les aconsejó que le dejaran dormir cuanto necesitase y
que el primer día lo alimentaran solo con caldo liviano porque el estómago no
estaba acostumbrado a retener demasiada comida.
La abuela de mi madre pasó noches enteras en
vela solo para cuidarlo.
Todos los días lo rasuraba y le
ponía un poco de música con el MP3 unas baladas suaves de un roquero con la voz
rasposa, pero su ánimo no mejoraba nada.
Ileana recordó una frase, la última que había dicho Van Gogh luego de pegarse
un tiro en el estómago: “La tristeza durará”
Yo traté de animarla: le conté una película que había visto en el cable
con la paciente alcohólica de la sala siete que nos había parecido interesante.
Era la historia de un oficial de caballería de la Rusia zarista , de perfil muy
bajo y muy cohibido. En una fiesta dada por sus superiores, una mujer hermosa por error le da un beso en
los labios y desde entonces, su vida parece abierta a todo tipo de
posibilidades.
Ella me contestó que las historias así no podían interesarle porque el
mundo era mucho más violento y sin sentido.
La vi entrar en la habitación catorce donde el hombre tenía los ojos
fijos en ella y pedía que se acercara. No bien se sentó junto a él comenzó a
describirle los recitales más grandes en los que había estado, las reacciones
de la gente, los efectos acústicos, el ritmo y los cantantes.
Él permanecía callado, con un
rictus torciendo su sonrisa, pero le contestaba todo con una voz cortada y
lejana como un suave jadeo.
El
marinero comenzó a sentarse, apoyado en la cama sobre unos almohadones
bordados. No recordaba mucho salvo nadar pensando todo el tiempo que moría sin
haber tenido un hijo, ni una casa para él en algún lugar fijo. Moría en el
vientre convulso del mar, el mismo mar que lo había atraído de pequeño cuando
recorría el puerto para ver como sacaban las entrañas dilatadas de las
albácoras y de los bacalaos.
Por eso se alegró al ver el rostro de la dama
joven que lo cuidaba. Había sido tan solo una aventura. Iba a continuar
viviendo. Sus planes no se habían truncado.
Lo que sí lo sorprendió era ver era cómo la propietaria de la chacra no había
aprendido a leer ni escribir por descuido de su padre que solo había consentido que aprendiese las
labores. Tampoco la madrina que vivía con ella sabía todas las letras; apenas
entendía lo que estaba visible en los carteles.
Fue así que se ofreció a enseñarles a leer a
ambas a cambio de que le trajeran unos
cuantos libros que necesitaba. Intentaba reparar el enorme error que habían cometido
con las dos mujeres. En cuanto los tuvo en sus manos se dedicó de lleno a la
tarea, agradeciendo al mar, al viento y a las circunstancias que aun
permaneciera vivo.
Ileana me lo contó y fue una de sus
más íntimas confesiones. Cuánto más pequeñas son las cosas que contamos, cuanto
más sutiles, carentes de dramatismo y de importancia, más se estrechan los vínculos entre aquellos que
se comunican.
Una noche cuando lo afeitaba luego de hablar durante largo rato de
música y de amores mal paridos, él se la quedó observando y le acarició el
brazo hasta llevar la yema de los dedos por debajo de la manga de su túnica
blanca.
Se quedaron mirándose pero no se besaron de inmediato. El presente, como
una burbuja inmensa de vacío quedó suspendido en el contacto profundo de los
ojos.
Esa noche Ileana soñó que arreglaban juntos una ducha a ver si funcionaba
aunque había un cable eléctrico que era muy peligroso en contacto directo con
el agua. A pesar de todo ellos igual lo intentaban.
El
marino hizo que le trajeran varios libros pequeños junto con novelas españolas
de renombre. También les pidió que sobre unas tablillas con papel fueran
dibujando las letras que él seleccionaba.
Con empeño y devoción, comenzaron a deletrear
primero sus nombres, luego el nombre de él y los de toda la familia. Cuando
dominaron los libros de escolares procedieron a leer frases cortas de Pepita Jiménez.
Él las vio con entusiasmo querer seguir leyendo para poder continuar con la
historia que les proporcionaría otros placeres que no fueran las labores.
Leía la abuela de mi madre con frases
entrecortadas primero, sonrojándose luego de cada uno de los errores pero la madrina lo hacía con otra soltura, sin la
cálida entonación y el embeleso por cada una de las palabras que tenía la más
joven.
Cuando vio que ellas podían lograrlo por sus
propios medios, les recomendó los libros más famosos de España, los que pensó
que pudieran ampliar la mente de las damas sin perderlas en fantasías tontas o
corromper su gusto
No solía contar demasiadas anécdotas .Cuando
se las prodigaba era por fuerza de la pertinaz insistencia de las anfitrionas.
Le parecía banal ser el centro de sus relatos porque en realidad todo lo que
ocurría verdaderamente eran los cambios del mar.
Yo tuve que darle la noticia a Ileana. Se lo
habían llevado por la tarde antes de nuestro turno, nadie sabía bien a dónde. Alguien
de la familia, una sobrina lo había pasado a buscar.
Ella se alisó la melena y se sentó a tomar un café muy fuerte con
demasiada azúcar cosa que nunca hacía en las largas madrugadas de su turno.
No tuvo ganas de hablar ni de seguir preguntando. Él no dejó tras de sí
ni una nota, ni siquiera una frase de agradecimiento.
Ella siguió soñando que lo veía en un balneario con los ojos de distinto
color, que él le escribía a su dirección pero la carta iba dirigida a otra
persona, que volvía a preguntar sus datos en la recepción pero nadie se atrevía
a dárselos.
Cuando
recuperó el movimiento de los brazos y las piernas estuvo ayudando un tiempo
con la faena de la chacra y luego decidió partir en un barco que iba a Río de
Janeiro. Quería conocer las Antillas. La ronca voz del mar era más fuerte que
el mundo cálido y femenino que lo había amparado.
Ignoro si la abuela de mi madre se enamoró de
él o se hizo acaso algunas vagas
ilusiones. Solo sé que se casó muy tarde, bordeando los cuarenta, con un
cincuentón que tenía ya dos hijas adultas. Tuvieron cuatro varones. El tercero
fue mi abuelo.
Ilustración: Rossana Piccini |
A veces siento las mismas
incertidumbres y los mismos anhelos que se estrechan y retornan como pájaros blancos a la costa.
Entonces pienso que yo también soy ella.
. Berenice Lara
Cuento inédito por Verónica D'Auria.
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