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EL NÁUFRAGO por VERÓNICA D'AURIA






EL NÁUFRAGO

Tenemos como política no hacer demasiadas preguntas y aceptar en seguida todas las internaciones.
 Esa madrugada la zona de las refinerías estaba tenuemente iluminada por las luces verdosas que envolvían a las chimeneas y el humo de las fábricas disolvía en pequeños círculos el fulgor de las últimas estrellas.
  La ambulancia trajo al paciente final de la noche, al que todos mirábamos llegar desde la ventana de la sala de guardia. Debajo, el patio de entrada estaba cubierto por una enredadera junto a la cual el jardinero se empeñaba en cultivar canteros de peonias y rosales que nadie miraría, sumidos como estaban todos en los grandes tormentos de su mundo interior.
 Ileana estaba junto a la puerta fumando el tercer cigarrillo de la noche y escuchando una melodía altísima en el MP3, esperando que llegara alguna orden. Vio como lo sacaban de la camilla aunque solo pudo notar que se trataba de un hombre más bien joven con los brazos demasiado pálidos.
  Hizo el camino de vuelta hacia la sala de guardia. Atravesó la entrada donde el mármol negro y las letras doradas no lograban disimular el horror y la desesperación que se escondían en aquel sitio. El ambiente, cuidado e impersonal, como el de los cementerios privados, tampoco parecía ayudar en nada para conseguirlo.
  La sala de guardia estaba invadida por el perfecto silencio de la noche y solo gorgoteaba la máquina de café, que a esa hora era lo único que nos mantenía despiertos. De a ratos las puertas se abrían y el personal nocturno entraba o salía del pequeño recinto llevando consigo  fragmentos de conversaciones personales o de noticias corrientes, como si no fuera en realidad de madrugada, como si no hubiera que vivir el día completo.
  Sentimos el ruido de pasos fuertes y huecos que se aproximaban a la sala. Vimos la cara ancha y el bigote desprolijo del psiquiatra de guardia que se había acercado hasta ese sitio sola para llamar a Ileana. Ella guardó el  MP3 enrollándolo  junto con los cigarrillos en un pequeño bolso de jean que colgaba del perchero y se dirigió con el a la habitación catorce cuya sola mención evocaba los peores augurios de la noche.

Era una mañana temprano de primavera cuando la abuela de mi madre y su madrina  encontraron el cuerpo de un hombre tendido sobre la arena. Siempre podían recogerse, entre la espuma sucia llena de pequeños trozos de cortezas podridas cosas valiosa , toneles medianos de aceite y de aceitunas, pero hasta ahora nunca habían encontrado un hombre.
  El mar estaba embravecido y el viento incitaba a las olas a  saltar más allá de sus límites. Rompían haciendo pequeños pozos en la arena, dejando piedras redondas y brillosas en torno a las cuales no dejaban de revolotear las gaviotas que vivían sobre la costa.

No sabíamos mucho del último paciente y tampoco habíamos intercambiado demasiadas palabras con Ileana. Decían en la sala que un socio de la inmobiliaria lo encontró en la bañera, hundido en el espesor de su propia sangre diluida, creyendo que estaba muerto. Fueron los hombres de la policía médica quienes le encontraron signos vitales y lo llevaron de inmediato a la emergencia.
  Algunos comentaban que se había querido matar por una mujer más joven del mundo del espectáculo que lo había reemplazado por un galán de turno.
 Cuando llevé las toallas pude ver a Ileana inclinada junto a él. Lo habían intubado con un fuerte antibiótico intravenoso y su cuerpo extendido como un largo pedazo de marfil tenía dos vendas rojizas cubriendo sus muñecas.
  El hombre hervía bajo las sábanas como si la sangre se rebelara por la fuerza de los sufrimientos.
  El trabajo con los pacientes siempre debió ser realizado sin odio y sin amor, pero todos amábamos y odiábamos de a ratos a las mismas personas y a veces al mismo tiempo. Todos menos Ileana que nunca demostraba nada, como si estuviera siempre adormecida con los ojos abiertos o como si viviera siempre en los confines de algún sueño.

 Las gaviotas trazaban pequeños círculos en el vuelo mientras ellas se cubrían la cara  de los rayos diagonales del sol para proteger su blancura tan deseada. Lo miraron tendido un largo rato pensando cómo hacer para transportarlo a la chacra junto a la playa donde ambas vivían. Durante esa semana no quedaba ningún hombre que hiciera las faenas.
   Había que traer unas frazadas y arrastrarlo hasta la casa, sacar fuerzas y arrastrarlo porque el hombre estaba muy débil y si no bebía algo no iba a recuperar tampoco la conciencia. Si bien respiraba de manera tranquila, si bien no se había enfriado, el náufrago parecía tener un gran cansancio.
  La arena volaba como un pájaro con las alas cortas, arrastrando el olor a algas saladas, rocas y berberechos.

 Ileana lo cuidaba noche tras noche. Este hombre había sido arrojado en esa cama por el agua turbia de las circunstancias. Se debatió un breve tiempo entre la vida y la muerte mientras ella lo cuidaba sin saber si querría continuar con vida, como si eso fuera lo más importante que le hubiera sucedido en toda su existencia, como si hubiese nacido para estar allí en ese momento preciso, como si algún orden hubiera anticipado el movimiento de su mano para sostenerlo.
  De a ratos le cambiaba los vendajes. Además de la gasa  sobre las heridas le pasaba suavemente una esponja oval por los brazos cortados como si acariciara un árbol que acabara de ser podado al acercarse el invierno. Recorría con los agujeros de la esponja amarillenta las manos con venas azuladas y el dorso de las mismas con las uñas bien cortadas pero translúcidas, subiendo luego por el brazo, siguiéndole la línea de la musculatura que sobresalía un poco de la piel adormecida.
  A Ileana no se le conocían demasiados hombres. Los médicos no le interesaban y solo recordábamos de oído su relación más bien corta e infeliz con un saxofonista. Hablaba de la gente de ese medio y alguien se la había encontrado sola en una seguidilla de conciertos de rock que eran su mayor pasión.
  En medio de la madrugada cuando bajábamos a fumar o tal vez simplemente a tomar aire a veces ella compartía conmigo algunas de sus confidencias. Yo cuidaba de la alcohólica de la sala siete y no tenía mucho en común con ella, pero sobre todas las cosas la sabía escuchar.

Cargaron las frazadas hasta la orilla donde estaba el hombre que tenía la ropa desvaída del mismo marrón descolorido que la madera podrida.
  Lo hicieron rodar de costado y lo colocaron como en una camilla sobre las cubiertas de lana mezcladas. Luego comenzaron despacio a tirar de él con todas sus fuerzas. El trayecto del mediodía por la arena parecía una fotografía del desierto.
  A lo lejos en la playa las gaviotas estiraban las alas y planeaban seguras hasta que una corriente de aire las hacía tambalearse en su vuelo y agitadas procuraban volver a su curso. Otras gaviotas esperaban abajo cada una sobre una roca diferente,  inmóviles, desafiando al agua que llegaba hacia ellas. Sabían que en cualquier momento, como una explosión, podrían emprender el vuelo.

Una noche cuando el calor de la fiebre ya había pasado, decidió afeitarlo. El dormía profundamente por la  elevada dosis de somníferos en su sangre  y ella le enjabonó la cara con una brocha pequeña retirándole la barba rala mientras le contemplaba el rostro.
  Las raíces de su cabello eran blancas pero después se coloreaban con un tono cobrizo que podía ser natural u oscurecido con alguna sustancia pero que de seguro era lo más cercano a su coloración original. El rostro tenía restos de un tenue bronceado que lograba cubrir las incipientes arrugas y era probablemente tan artificial como el cabello.
  Con una afeitadora descartable blanca recorrió inclinada la parte inferior de la cara y el cuello demorándose en la piel junto a los labios que era la más sensible, limpiándolo después con una toalla tibia y perfumada con el desinfectante floral de la lavandería.
  En un momento el hombre abrió los ojos, que eran de un azul rabioso, como un trozo de acrílico que colgaba cerca de la casa de Ileana para la publicidad de pinturas, como una pincelada violenta con que alguien hubiera salpicado el mar en un cuadro.
  Esa noche Ileana pasó  toda la noche soñando con el hombre. En el sueño los ojos de él estaban en un frasco con líquido azul y flotaban levemente impelidos por el viento que movía una cortina. De repente el frasco caía y el color se derramaba por toda la casa y no había forma de escapar de él.
 Me contó el sueño preocupada mientras fumaba y la columna de humo se disolvía al llegar a la enredadera clara.

Cuando llegaron a la casa una vecina las ayudó a que lo colocaran sobre una de las camas de nogal. También les recomendó que le dieran algo de beber y que llamaran a un médico.
  Lo único que tenían en la casa eran unas botellas de licor casero de butiá que le acercaron despacio a los labios. Se despertó tosiendo y escupiendo; dijo unas pocas palabras en español con acento castizo y se volvió a dormir.
  Le desabrocharon el chaleco  y el saco  que estaban húmedos  y le trajeron las ropas de uno de los caseros. En uno de los bolsillos del chaleco  tenía un pliego de papel: un documento que afirmaba que él era español, oriundo de San Sebastián, de profesión marinero
   El médico le encontró varias fisuras en las piernas y en los brazos, además de una gran debilidad por la falta prolongada de agua y de alimento. Les aconsejó que le dejaran dormir cuanto necesitase y que el primer día lo alimentaran solo con caldo liviano porque el estómago no estaba acostumbrado a retener demasiada comida.
  La abuela de mi madre pasó noches enteras en vela solo para cuidarlo.

Todos los días lo rasuraba y le ponía un poco de música con el MP3 unas baladas suaves de un roquero con la voz rasposa, pero su ánimo no mejoraba  nada. Ileana recordó una frase, la última que había dicho Van Gogh luego de pegarse un tiro en el estómago: “La tristeza durará”
  Yo traté de animarla: le conté una película que había visto en el cable con la paciente alcohólica de la sala siete que nos había parecido interesante. Era la historia de un oficial de caballería de la Rusia zarista , de perfil muy bajo y muy cohibido. En una fiesta dada por sus superiores,  una mujer hermosa por error le da un beso en los labios y desde entonces, su vida parece abierta a todo tipo de posibilidades.
  Ella me contestó que las historias así no podían interesarle porque el mundo era mucho más violento y sin sentido.
  La vi entrar en la habitación catorce donde el hombre tenía los ojos fijos en ella y pedía que se acercara. No bien se sentó junto a él comenzó a describirle los recitales más grandes en los que había estado, las reacciones de la gente, los efectos acústicos, el ritmo y los cantantes.
  Él permanecía callado,  con un rictus torciendo su sonrisa, pero le contestaba todo con una voz cortada y lejana como un suave jadeo.

El marinero comenzó a sentarse, apoyado en la cama sobre unos almohadones bordados. No recordaba mucho salvo nadar pensando todo el tiempo que moría sin haber tenido un hijo, ni una casa para él en algún lugar fijo. Moría en el vientre convulso del mar, el mismo mar que lo había atraído de pequeño cuando recorría el puerto para ver como sacaban las entrañas dilatadas de las albácoras  y de los bacalaos.
  Por eso se alegró al ver el rostro de la dama joven que lo cuidaba. Había sido tan solo una aventura. Iba a continuar viviendo. Sus planes no se habían truncado.
  Lo que sí lo sorprendió era ver  era cómo la propietaria de la chacra no había aprendido a leer ni escribir por descuido de su padre que  solo había consentido que aprendiese las labores. Tampoco la madrina que vivía con ella sabía todas las letras; apenas entendía lo que estaba visible en los carteles.
  Fue así que se ofreció a enseñarles a leer a ambas  a cambio de que le trajeran unos cuantos libros que necesitaba. Intentaba  reparar el enorme error que habían cometido con las dos mujeres. En cuanto los tuvo en sus manos se dedicó de lleno a la tarea, agradeciendo al mar, al viento y a las circunstancias que aun permaneciera vivo.

Ileana me lo contó y fue una de sus más íntimas confesiones. Cuánto más pequeñas son las cosas que contamos, cuanto más sutiles, carentes de dramatismo y de importancia, más  se estrechan los vínculos entre aquellos que se comunican.
  Una noche cuando lo afeitaba luego de hablar durante largo rato de música y de amores mal paridos, él se la quedó observando y le acarició el brazo hasta llevar la yema de los dedos por debajo de la manga de su túnica blanca.
  Se quedaron mirándose pero no se besaron de inmediato. El presente, como una burbuja inmensa de vacío quedó suspendido en el contacto profundo de los ojos.
  Esa noche Ileana soñó que arreglaban juntos una ducha a ver si funcionaba aunque había un cable eléctrico que era muy peligroso en contacto directo con el agua. A pesar de todo ellos igual lo intentaban.

 El marino hizo que le trajeran varios libros pequeños junto con novelas españolas de renombre. También les pidió que sobre unas tablillas con papel fueran dibujando las letras que él seleccionaba.
  Con empeño y devoción, comenzaron a deletrear primero sus nombres, luego el nombre de él y los de toda la familia. Cuando dominaron los libros de escolares procedieron a leer frases cortas de Pepita Jiménez. Él las vio con entusiasmo querer seguir leyendo para poder continuar con la historia que les proporcionaría otros placeres que no fueran las labores.
  Leía la abuela de mi madre con frases entrecortadas primero, sonrojándose luego de cada uno de los errores pero  la madrina lo hacía con otra soltura, sin la cálida entonación y el embeleso por cada una de las palabras que tenía la más joven.
  Cuando vio que ellas podían lograrlo por sus propios medios, les recomendó los libros más famosos de España, los que pensó que pudieran ampliar la mente de las damas sin perderlas en fantasías tontas o corromper su gusto
   No solía contar demasiadas anécdotas .Cuando se las prodigaba era por fuerza de la pertinaz insistencia de las anfitrionas. Le parecía banal ser el centro de sus relatos porque en realidad todo lo que ocurría verdaderamente eran los cambios del mar.

 Yo tuve que darle la noticia a Ileana. Se lo habían llevado por la tarde antes de nuestro turno, nadie sabía bien a dónde. Alguien de la familia, una sobrina lo había pasado a buscar.
  Ella se alisó la melena y se sentó a tomar un café muy fuerte con demasiada azúcar cosa que nunca hacía en las largas madrugadas de su turno.
  No tuvo ganas de hablar ni de seguir preguntando. Él no dejó tras de sí ni una nota, ni siquiera una frase de agradecimiento.
  Ella siguió soñando que lo veía en un balneario con los ojos de distinto color, que él le escribía a su dirección pero la carta iba dirigida a otra persona, que volvía a preguntar sus datos en la recepción pero nadie se atrevía a dárselos.

Cuando recuperó el movimiento de los brazos y las piernas estuvo ayudando un tiempo con la faena de la chacra y luego decidió partir en un barco que iba a Río de Janeiro. Quería conocer las Antillas. La ronca voz del mar era más fuerte que el mundo cálido y femenino que lo había amparado.
  Ignoro si la abuela de mi madre se enamoró de él  o se hizo acaso algunas vagas ilusiones. Solo sé que se casó muy tarde, bordeando los cuarenta, con un cincuentón que tenía ya dos hijas adultas. Tuvieron cuatro varones. El tercero fue mi abuelo.
 
Ilustración: Rossana Piccini

A veces siento las mismas incertidumbres y los mismos anhelos que se estrechan y retornan  como pájaros blancos a la costa.
   Entonces pienso que yo también soy ella.

.     Berenice Lara


Cuento inédito por Verónica D'Auria.

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