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VISITA A UNA CHAMÁN POSMODERNA por Rossana Piccini




VISITA A UNA CHAMÁN POSMODERNA

Lo mejor de todo fue la ida y el regreso. Me fui súper contenta, súper preparada, orgullosa de haberme animado a ir –sola- a un lugar desconocido a las once de la noche. Disfruté en anticipación cada segundo del viaje sin sospechar que no estaba, como lo había imaginado, preparada en lo más mínimo para la noche que se vendría.

Me bajé con otras tres muchachas que, obviamente, iban para el mismo lugar (¿quién se iba a bajar en el medio de la nada a esa hora?). Claro que nos bajamos un kilómetro y medio antes de donde debíamos porque el conductor del autobús interdepartamental destino El Pinar nos dejó en el cruce equivocado, así que después de dar varias vueltas logramos encontrar un ser vivo que conocía la calle a la que íbamos, la cual quedaba, a esa altura, a varias cuadras de ahí. Llegamos. Lo primero que me sorprendió al entrar a la casa fue que había aproximadamente veinte personas esperando, entre ellas varios hombres, dos de los cuales ostentaban arrogantemente (o eso me pareció) perfectas posturas yóguicas y uno de ellos se asemejaba (demasiado para mi gusto) a Paulo Coelho. ¿Pero no íbamos a ser doce?, pregunté. “Ah, no, somos como veintiséis”, me contestó una de las que llegaba conmigo, ¿P p pero no era sólo para mujeres? Se encogió de hombros.

La asistente de la chamán (que también demasiado para mi gusto, se asemejaba a una Mai Iemanjá) vino amablemente a indicarnos donde cambiarnos, a cobrarnos la colaboración, etc. Nos sentamos en el living. Tomamos un té común y corriente. Esperamos como una hora a que llegaran otros que se habían perdido. Llegaron. Subieron la música del equipo (aullaban lobos en el fondo de la música new age). Apareció ella. Era bastante joven, brasileña, simpática… Viéndome en retrospectiva creo que decidí postergar las dos preguntas que seguían sigilosamente rondándome en la cabeza y someterme a su encanto, adoptando una actitud de “niña buena” dispuesta a esforzarse para hacer bien la tarea.

Durante aproximadamente dos horas nos habló, con su melódico acento aportuguesado, sobre la tradición de los indios Lakota y nos animó a realizar unos ejercicios previos al Inipi o “tienda del sudor”, según esa misma tradición ancestral, que consistían en poner un bolillo de tabaco sagrado en unas telas de colores (cada color un animal y una dirección hacia un punto cardinal) formando un “cordón de poder” que luego decidí atarme a la muñeca izquierda, la de la mano que la noche anterior había soñado que me cortaba. Me extrañó, aunque no lo medité cabalmente por entonces, que termináramos cantando un mantra en Sánskrito que supuse jamás hubieran podido producir los lakota.

Por un momento dudé si por acaso nuestra chamán habría sido iniciada en la tradición lakota por Internet, lo cual, supe luego, estaría bastante de moda, pero decidí posponer la duda y cualquier precipitada acción para más tarde – o más temprano; ¿qué iba a hacer a las dos a.m. perdida en Médanos de Solymar sin locomoción ni nada? “Capaz que la tienda del sudor está buena”, me dije para animarme a permanecer conectada con el evento y esperé, no sin cierta impaciencia, a que saliéramos para el prometido fondo (sagrado) de la casa. Al fin salimos. Estaba oscuro, razón a la que le atribuyo el no haber podido distinguir el sagrado maíz azul del pasto ordinario ni el arbolito abacatero de la mujer sagrada.

Alrededor de la fogata, Luis, el marido de la chamán, daba indicaciones sobre como entrar y comentaba sobre las piedras que ardían en ella. Para ese entonces sólo tenía curiosidad de ver cómo íbamos a hacer para entrar veintiséis personas (más la chamán) en esa tiendita indígena que a duras penas podría alojar a doce, y bastante apretaditas por cierto. Pero su voz calmada y melodiosa nos decía y repetía que era una suerte, en realidad, estar bien juntitos, como múltiples gemelos, en el útero de la madre tierra, “tendremos que recostarnos en el otro, renaceremos juntos al amanecer… nadie puede salir una vez que entró… si sale no puede volver a entrar…” Pobre libertad de elección. Mi curiosidad simplemente aumentaba mientras mi concentración disminuía: me zambullí en el útero oscuro, di la vueltita como nos dijeron y durante varios minutos probé diferentes posturas contorsionistas entre los quejidos de todo el mundo, la cabeza gacha porque pasaba una caña por arriba, en fin: terminé aprisionada tras una espalda masculina (demasiado erguida para mi gusto) que me impedía ver las piedras hirvientes que supuse era lo único que se podría ver en esa oscuridad.

¿Podría aguantar así hasta las seis a.m.? Entraron las primeras piedras humeantes con el águila del norte. Dos mujeres pidieron para salir, se ahogaban; la chamán le preguntó a una de ellas, “¿e s t á s s e g u r a?. Nadie respondió. Se quedaron, la amenaza de no poder volver a entrar probablemente pendía sobre sus cabezas. Años de práctica de yoga me fueron repentinamente muy útiles para modular la respiración y relajarme. También para empezar a darme cuenta que lo único lakota presente era la tienda y parte de la narrativa, mientras la voz arrulladora de la chamán invocaba animales y espíritus, chakras, signos del zodíaco, energías varias, deidades múltiples y aconsejaba concentrarse en el plexo solar, en manipura: masajeen el chakra en el abdómen”… ¿masajear? ¿en el abdómen? Súbitamente mi concentración se dispersa, me pongo a pensar, ¿no están los chakras a lo largo de la columna vertebral? Estoy de vuelta aquí. Había quienes emitían quejidos; quienes zumbaban al estilo ejercicio de relajación yóguico; quienes se esforzaban en concentrarse en el discurso y yo, que intentando acomodarme, inesperadamente descubro detrás de mí, con mi mano izquierda, una piedra fría… muevo la mano apenas perceptiblemente; siento el pasto fresco… mi mano conversa con el pasto, ya ni sé qué está diciendo nuestra chamán, sólo de vez en cuando registro una palabra, una frase; encontré una abertura desprevenida en la tienda llena de humo y zumbidos… vamos mano, un poco más… qué bien se siente el pasto… caramba… ¿a ver si puedo? He logrado contorsionarme al punto de bajar la cabeza y sujetar la carpa al piso con ella; cada tanto respiro aire fresco, me doy cuenta de mi picardía; me río sola; mis movimientos casi imperceptibles, pero no para mi nariz, mmm qué lindo aire fresco… aquí todos ahogándose y yo respirando aire fresco… así sí que capaz que aguanto hasta las seis de la mañana, porque, a esta hora, ¿qué otra cosa puedo hacer? Entra Luis con las piedras del oso del este. Sale Luis. Bajo la tela hasta el suelo. Se van los osos y vienen los lobos… “visualicen, pídanle a la loba”… ¿y esta otra piedra? La de al lado descubrió mi escape, no lo quiero compartir pero no puedo impedirlo. “Visualicen los ojos de la loba…” – ya pasó casi una hora y media – “loba, loba” – hago un esfuerzo y veo los ojos de la loba, claramente, en mi imaginación, en algún lugar dentro de mi cabeza mientras por afuera de ella alguien me palmea. Luis – que interrumpe mi concentración para decirme que así no puedo estar y me cierra la máscara de oxígeno. “…La loba…” ¡Me voy! Me incorporé en una décima de segundo, no medité nada, lo hice casi automáticamente, en un instante espanté a la loba, al oso y a la chamán, quien, con descreimiento me pregunta: “¿e s t á s s e g u r a? ¡Sí!... Y me fui. ¡Me fui!

Arrojé el cordón de poder al fuego, según instrucción de Luis, quien me guió hasta la casa y hasta mis cosas. Me cambié y salí a la madrugada temblando por dentro pero segura por fuera. ¿Dónde tomo el ómnibus? A unas diez o doce cuadras. ¿A qué hora pasa el primero? “Esperá un momento”, me dijo y fue a fijarse en Internet. “En una hora y cuarto”. OK. Salí con mi botellita de agua a la noche cerrada en un lugar oscuro y desconocido poniéndome rabiosamente los anillos y adornos que me habían hecho sacar, hablando sola y caminando a unos treinta kilómetros por hora, demasiado estresada para la hora y el lugar, hasta que me di cuenta que había dejado el vestido de la ceremonia en la casa. Di vuelta, volví. Desde el tejido metálico que rodeaba el fondo de la casa llamé a Luis (que seguía entrando y sacando piedras) varias veces, hasta que me oyó. Tomé el vestido, recargué la botella de agua y me fui del lugar, esta vez, definitivamente. Al doblar la esquina, caminando ya lentamente, vi la luna llena que había subido por entre los árboles del monte aledaño y recordé que la ocasión era celebrar de algún modo esa luna llena que estaba ahí, frente a mí; ahí afuera, solita y sin interlocutores. La luna llena que me guió hasta la carretera donde esperé el ómnibus que me trajo de vuelta a la ciudad. A las seis a.m. en punto miré el reloj desde la cama, me reí un poco y me dormí en la comodidad del colchón después de saludar en las direcciones de las cuatro paredes, del modo que había visto hacer a algunos participantes del Inipi al llegar a la casa: Namasté casa, namasté. Aparentemente, es un saludo en sánskrito que los indios lakota norteamericanos habían aprendido en tiempos anteriores a la internét.

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Rossana Piccini

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