Hélène Cixous nació en Orán, Algeria en 1937. Es catedrática de la Universidad de París VIII, donde fundó su Centro de Estudios de la Mujer, el primero en Europa. Ha publicado extensivamente: 23 volúmenes de poemas, 6 libros de ensayos, 5 obras teatrales y numerosos artículos, entre los cuales "La Risa de la Medusa"(1976) ha sido uno de los más influyentes . Publicó Velos con Jacques Derrida, quien se refirió a ella como 'la mejor escritora viva en su lengua' (Francés). Sus obras giran en torno a los temas de los orígenes y de la identidad femenina. Es considerada una de las madres de la teoría feminista pos-estructuralista. Considera influyentes en su obra a Jacques Derrida, Sigmund Freud, Jacques Lacan y Arthur Rimbaud.
El siguiente es un extracto de su libro "La Llegada a la Escritura", Su Boca.
¿Era yo una mujer? Al revivir esta pregunta interpelo a toda
Te agarran por los pechos, te despluman el trasero, te tiran en una cacerola, te saltean al esperma, te engrasan con aceite conyugal, te encierran en tu jaula. Y ahora, pon tus huevos.
¡Qué difícil nos vuelven hacernos mujer cuando lo que esto significa es hacernos gallina!
¡Cuántas muertes a atravesar, cuántos desiertos, cuántas regiones en llamas y regiones heladas, para llegar un día a darme el buen nacimiento! Y tú, ¿cuántas veces moriste antes de haber podido pensar, “Soy una mujer”, sin que esta frase significara: “Entonces sirvo”?
Yo he muerto tres o cuatro veces. ¿Y cuántos ataúdes te han valido de cuerpo durante cuántos años de tu existencia? ¿En cuántas carnes heladas se acurrucó tu alma? ¿Tienes treinta años? ¿Naciste? Nacemos tarde a veces. Y lo que podría ser una desgracia es nuestra suerte. La mujer es enigmática, parece. Los maestros nos lo enseñan. Hasta es, dicen, la personificación del enigma.
¿El enigma? ¿Cómo serlo? ¿Quién tiene el secreto? Ella. ¿Ella, quién? Yo no era Ella. Ni una Ella, ni ninguna.
Mi inculpación comenzó.
- ¿Sabes hacer lo que saben las mujeres? ¿Y qué saben ellas?
- Tejer – No – Coser – No – Hacer pasteles – No – Hacer niños – Pero yo… - sé hacer el niño. ¿Acaso un niño hace niños? ¿Poner orden, halagar el gusto, anticiparse a los deseos? No sé. ¿Qué sabe ella que yo no sé? Pero, ¿a quién hacerle esta pregunta?
Mi madre no era una “mujer”. Era mi madre, era la sonrisa; era la voz de mi lengua materna, que no era el francés; me parecía más bien un muchacho; o una chica; además era extranjera; era mi hija, mujer, lo era en tanto carecía de la astucia, la maldad, la avidez de dinero, la ferocidad calculadora del mundo de los hombres; en tanto desarmada. Ella me despertaba el ansia de ser un hombre, un justo como en
¿Escribir? Si escribía “YO”, ¿quién hubiera sido? Podía pasar muy bien bajo “YO” en la vida cotidiana sin saber más al respecto, pero cómo hubiera hecho para escribir sin saber quién-yo? No tenía derecho. ¿Acaso la escritura no era el lugar de lo Verdadero? ¿Acaso lo Verdadero no es claro, distinto y uno? Y yo imprecisa, varias, simultánea, impura. ¡Renuncia!
¿No eres el demonio de lo múltiple? Yo exhortaba al silencio a todas las personas que me sorprendían por estar en el lugar de ‘mí’, mis innombrables, mis monstruos, mis híbridos.
No estás quieta, ¿desde dónde escribes? Yo misma me espantaba. En cuanto a mis desdichadas aptitudes para la identificación, las veía ejercerse en la ficción. “En” el Libro me hacían alguien, mis semejantes de poesía, que los había, contraía alianzas con mis prójimos de papel, tenía hermanos, mismos, sustitutos, yo misma era su hermano o su hermana fraterna a voluntad. Y en realidad, ¿no era capaz de ser una persona? Nada más que una, ¡pero yo!
Peor aún, la metamorfosis me amenazaba. Podía cambiar de color, los acontecimientos me alteraban, crecía pero casi siempre me empequeñecía, e incluso al “crecer” tuve la sensación de empequeñecer.
Ahora bien, creía como es debido en el principio de identidad, de no contradicción, de unidad. Durante años aspiré a esa homogeneidad divina. Ahí estaba con mis grandes tijeras, y en cuanto veía que rebasaba, clic, corto, ajusto, lo devuelvo todo a un personaje titulado “una mujer como se debe”.
¿Escribir? – Sí, ¿pero no hay que escribir desde el punto de vista de Dios? - ¡Qué desgracia! - ¡Renuncio, entonces!
Yo renunciaba. Eso me calmaba. Se hacía olvidar. Mis esfuerzos eran recompensados. Veía lucir mi doméstica santidad. Me aglutinaba. Me desmochaba. Estaba a punto de advenir a una-misma.
Pero, como lo supe luego, lo reprimido vuelve. ¿Es obra del azar que mi Soplo volviera en aquellos momentos específicos de mi historia en que hacía la experiencia de la muerte y del nacimiento? Por entonces, no pensaba en ello en absoluto. Si es obra del azar, quiere decir que el azar hace bien las cosas. Y que hay inconsciente.
Doy a luz. Me gusta dar a luz. Me gustaban los partos – Mi madre era partera – Siempre me agradó ver parir a una mujer. Parir “como se debe”. Llevar a cabo su acto, su pasión, dejándose llevar , pujando como se piensa, medio empujada, medio manejando la contracción, esa mujer se confunde con lo incontrolable que ella hace suyo. ¡Su bella potencia, pues! Parir del modo en que se nada, gozando de la resistencia de la carne, del mar, trabajo del soplo en el que se anula la noción de “dominio”, cuerpo a su propio cuerpo, la mujer se sigue, se une, se desposa. Está ahí. Entera. Movilizada, y es de su cuerpo que se trata, de la carne de su carne. ¡Por fin! Ella es esta vez, entre todas, de ella misma, y si se quiere así, no está ausente, no está fugándose, puede tomarse y darse a ella misma. Al mirarlas parirse, aprendí a amar a las mujeres, a presentir y desear la potencia y los recursos de la feminidad; a sorprenderme de que semejante inmensidad pueda ser absorbida, tapada, en lo cotidiano. A quién yo veía no era a la “madre”. El niño sí, la mira. Yo no. Era a la mujer en el colmo de su carne, su goce, la fuerza por fin liberada, manifiesta. Su secreto. Si te vieras, ¿cómo no te amarías? Ella pare. Con la fuerza de una leona. De una planta. De una cosmogonía. Tira. Riendo. ¡Y tras las huellas del niño, una ráfaga del Soplo! ¡Un ansia de texto! ¡Confusión! ¿Qué le pasa? ¡Un niño! ¡Papel! ¡Ebriedades! ¡Yo desbordo! ¡Mis pechos desbordan! Leche. Tinta. La hora de dar de mamar. ¿Y yo? Yo también tengo hambre. ¡El sabor de leche de la tinta!
Escribir: como si aún tuviera ansia de gozar, de sentirme plena, de pujar, de sentir la fuerza de mis músculos, y mi armonía, estar embarazada y en el mismo momento procurarme las alegrías del alumbramiento, las de la madre y las del niño. A mí también darme nacimiento y leche, darme el pecho. La vida llama a la vida. El goce quiere relanzarse. ¡Otra vez! No escribí. ¿Para qué? La leche se me ha subido a la cabeza...
Otro día, hago un niño. Este niño no es un niño. Era quizás una planta, o un animal. Vacilo. Todo sucedía como si lo que había imaginado siempre se reprodujera en la realidad. Produjera la realidad. En esa ocasión descubrí que no sabía dónde comienza lo humano y lo no humano, ¿qué diferencia hay entre lo humano y lo no humano? Entre la vida y la no-vida. El “límite”, ¿acaso existe? Las palabras eran traspasadas, su sentido huía. Un soplo se abisma. El niño muere. No muere. Imposible hacer un duelo. Por todas partes hay un ansia de escribir. Este es justo el momento, me digo, severa. Me llevan ante el juez: “¿Quieres hacer un texto cuando no eres capaz de hacer un niño propiamente? Antes vuelve a dar tu examen.”
- Una madre haría las cosas mejor, ¿lo reconoces?
- Sí.
- ¿Quién eres? – Lo sé cada vez menos. Renuncio.
En verdad no tengo ninguna “razón” para escribir. Todo viene de ese viento de locura.
Y sin remedio, salvo la violencia o la coacción. Imposible de prevenir. ¡El Soplo, qué desgracia!
¿Vas a callarte? Me acallan. Que la amordacen. Que la pongan en silencio. Que le tapen lo oídos. Me la cierro. Me examinan. Algo no marcha bien en este organismo. Este corazón no es normal. Late demasiado rápido, corre demasiado fuerte.
- Entonces, me dice el doctor, ¿queremos escribir?
- Un dolorcito en la garganta, dije, anginosa de espanto.
Él me revisa de pies a cabeza, me corta en pedacitos, me encuentra los muslos demasiado largos y los pechos demasiado pequeños.
- Abra la boca, muestre eso.
Abro la boca, hago Aah, saco la lengua. Tengo tres. ¿Tres lenguas? Perdóneme. Y él además sabe que tengo una o dos que no están enganchadas allí, o quizás una sola pero cambiante y multiplicante, una lengua de sangre, una lengua de noche, una que atraviesa mis regiones en todos los sentidos, que enciende sus energía, las arrastra y hace hablar a mis horizontes secretos. No le digas, no le digas. ¡Te cortaré las lenguas, te desplumaré los dientes! “Abra los ojos, meta la lengua adentro”. Obedezco. El Maestro me dice: “Vaya al mercado de la ciudad, descríbalo. Si lo reproduce bien, le darán un permiso de escritura”. No conseguí permiso.
Todos los años, un Súperhombre me dice: “Antes de pasar a la tinta, dime: ¿sabes hablar como un obrero?”
- No.
“¿Sabes quién soy?”. – “Sí, claro, digo, un Superhombre capitalista-realista. El Maestro de
Me rehace su centésima reescena: todos los años es la remisma. “Creen que usted está aquí: Y usted está ahí. Un día dicen: esta vez la tengo, es ella seguro. Esa mujer está a punto. Y no han terminado de tirar de los cordones de la bolsa que la ven entrar a usted por la otra puerta. Al final, ¿quién es? Si no es nunca la misma, ¿cómo quiere que la reconozcan? Por otra parte, ¿cuál es su nombre principal? El público quiere saber lo que compra. Lo desconocido no se vende. Nuestros clientes piden cosas simples. Usted está siempre llena de dobles, con usted no se puede contar, hay otra en su misma. Háganos una Cixous homogénea. Se ruega reiterarse. Ningún imprevisto. Alteración, muy poca para nosotros. ¡Alto! Descanso. ¡Repetición!
“De futuro, nadie quiere nada. Dennos pasado clasificado, envejezcan. Sobre todo no nos desorienten. Así y todo, ya van cinco mil años que vivimos con ustedes. Las mujeres, ya se saben lo que son. Hace treinta años que tengo una”.
De Hélène Cixous:
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