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La Postergación del Acontecimieno por Leticia Feippe

LA POSTERGACIÓN DEL ACONTECIMIENTO

Leticia Feippe


“Me falta método”, empezó por decir Alicia mientras intentaba, infructuosamente, apagar un cigarrillo en una lata de atún.

Siempre le costaba hacerlo. Jamás había podido poner punto final a un cigarro sin que quedara un pedazo suelto, encendido y largando un humo más denso y más oloroso que el normal. El cigarro había cumplido su ciclo, pensaba ella, a veces, en voz alta. Entonces, ¿para qué perder tiempo buscando una forma prolija de extinguirlo, para qué golpearlo contra el cenicero o contra el objeto que cumpliera ese papel? También, sin embargo y para adentro, pensaba que la operación le resultaba difícil porque era torpe y le echaba la culpa al hecho de haber empezado a fumar a los 25 y no a los 15.

Alicia estaba acostada en el colchón de Jorge, mirando el techo que quedaba lejos. Él hablaba poco pero tenía televisor blanco y negro y sabía apagar cigarros, cosas ambas que Alicia solía admirar en una persona del sexo opuesto.

Hacía dos meses que Jorge estaba sin trabajo, viviendo de un despido que él había pensado más aprovechable. No tenía efectivo pero tenía un cartón de Nevada porque había vendido, no sin antes dudarlo y sentir vergüenza, 60 botellas de vidrio en un supermercado. Antes, como la venta de envases le parecía indigna, se había contentado con los cigarros brasileros que vendía un hombre que usaba una campera como exhibidor.

“Al fin te decidiste”, soltó Alicia, sabiendo que él entendería que se trataba de las botellas.

Él no contestó. Se limitó a levantar la piel de la frente un centímetro y a bajarla enseguida.

Luego dijo “la postergación del acontecimiento” y el silencio inmediatamente posterior permitió que se escuchara con mucha fuerza el chasquido del encendedor que prendía otro Nevada y el de la mano que buscaba la lata de atún en el piso para luego llevarla al pecho. Alicia le robó una pitada en un momento poco conveniente -él apenas había dado dos- y empezó a contarle que, cuando tenía 14 años y se le había ocurrido ir a la iglesia sin que la llevara nadie, siempre postergaba la comunión para ser la última de la fila. Años después, cuando ya no iba a la iglesia porque se le había acabado la convicción propia y porque le había empezado a gustar dormir hasta las doce, hacía lo mismo a la salida del trabajo. Se quedaba cinco minutos más y se iba última para no hacer cola y para no ver caras de simplemente-conocidos a los que no tenía por qué saludar.

“Me pregunto si habrá algo imprescindible que pueda postergarse eternamente”, comentó y se propuso probarlo; se dijo que, aunque tuviera ganas de ir al baño, las aguantaría, sueño mediante. Antes de dormirse, pensó en la pulsera que su prima Alejandra tenía cuando era niña. Se la habían puesto a los dos años y se la habían tenido que cortar a los once porque no se la sacaba nunca y su muñeca tenía que crecer.

Por la mañana, desayunó sin despertar a Jorge. Puso en la heladera un cartel que decía chuic, con letras lo suficientemente grandes como para que él no se ofendiera porque ella se había ido sin saludar y salió sin bañarse. Caminó hasta su trabajo, contenta porque había postergado dos cosas y porque no había gastado el resto de champú diluido que quedaba en casa de su hombre.

Se había levantado con la idea de no ir al baño hasta después del almuerzo. Había aguantado toda la noche. Seis horas. Eso ya era bastante mérito para ella, que solía ir al baño cada una hora y media durante el día y cada tres durante la noche. Pero no pudo. Una cuadra antes de llegar al estudio jurídico, entró a un bar, compró chicles y rumbeó hacia la puerta que tenía un fosforito ancho con pollera.

Ese día trabajó sin preocuparse. A las dos de la tarde guardó sus cosas y saludó a todos con besos, antes de marcar tarjeta, a las dos y dieciséis.

Por trescientos pesos, Alicia había comprado una cuponera que la habilitaba a ir doce veces a un gimnasio que quedaba a mitad de camino entre el estudio y su casa. Ese día, a las dos y dieciséis de la tarde, empezaba una licencia de un mes y, si no hubiera sido por su reciente obsesión por la postergación, la habría aprovechado para ponerse flaca. Pero la cuponera no tenía vencimiento. Era postergable. Podría usarla cuando quisiera. Y Alicia se sintió capaz de postergar algo que mucha gente posterga, como las dietas, como el dentista, como cambiar una bombita. Ya que lo del baño había salido mal, el gimnasio era una postergación simple pero buena para comenzar.

Pasó por su casa y levantó el bolso que había dejado preparado con sus calzas azules, una remera, una bombacha limpia, una toalla, una jabonera con jabón y un frasco de champú-crema. Pasó por la puerta del gimnasio y siguió de largo, no sin antes mirar a un grupo de personas que saltaban en la vidriera. Caminó hasta el apartamento de Jorge y, como nadie contestó al tercer timbrazo, se sentó en el escalón del edificio a mirar a tres chiquilinas de unos 13 años que hablaban de hombres, sentadas en la puerta de un taller mecánico que estaba cerrado por Carnaval. La más alta, a quien Alicia decretó un próximo embarazo, hablaba de su última salida. Decía haberse pintado con pinturas de su hermana y haber salido a bailar y haber conocido a un loco-con-auto que la iba a pasar a buscar el lunes por el liceo. Había también una gordita que, con aires de sabiduría, decía que todos los tipos vivían pensando en coger pero que ella, de la cintura para arriba, aceptaba cualquier cosa pero que, de ahí para abajo, nada. La flaca le decía “andá”, estirando la última “a”, la gordita, riéndose, decía “en serio” y la flaca retrucaba “dale, si estuviste a punto”. A la gordita, entonces, se le ponía la cara hirviendo y odiaba un rato a su amiga por no saber guardar un secreto. La tercera parecía más chica. No hablaba, solamente sonreía con ojos curiosos. Debe ser más viva, pensó Alicia, al ver que usaba un enterito idéntico al que ella se ponía 15 años antes, cuando iba al liceo y sacaba buenas notas y tenía un novio que le regalaba osos de peluche y que juraba esperarla y casarse con ella cuando ella se recibiera de escribana, porque esa era la condición. Alicia miró hacia la derecha y vio llegar a Jorge con una flauta y 100 gramos de lionesa. No pudo calcular con exactitud cuántas botellas le quedaban para abastecerse.

“Todavía me quedan 16 de litro y medio”, comentó él y estiró el brazo para ayudarla a pararse.

Entraron. Todo estaba igual que esa mañana. La cama destendida. La lata de atún en el piso, algunas cenizas desparramadas y en cartel de chuic en la heladera.

“¿Lo viste?”, preguntó Alicia.

Jorge contestó que sí, que lo había visto pero que no pensaba sacarlo de ahí, que hacía más linda la heladera que, hasta entonces, contaba, como adornos, solamente con un racimo de bananas de plástico unido a la puerta por un imán y un almanaque del 99 que una compañía repartidora de garrafas había tirado alguna vez por debajo de la puerta.

Mediante un acto reflejo, Jorge encendió el televisor. Luego fue a la cocina y empezó a cortar el pan. Alicia, entonces, le preguntó para qué había prendido la tele si no pensaba verla. A él le extrañó la pregunta. Siempre prendía la tele porque sí, para que hubiera ruido y no quería utilizar una frase lugarcomunesca como “para sentirme acompañado”. Contestó que yo que sé, sin ver los primeros atisbos de decepción que aparecían en la cara de una Alicia que no lo conocía de tarde.

Mientras el televisor hablaba de una nueva hipótesis sobre el atentado contra las Torres Gemelas, comieron refuerzos de lionesa. Era la primera vez que Alicia caía de sorpresa en la casa de Jorge pero él no le preguntó nada. Apenas terminó el refuerzo, Alicia se lavó los dientes para no sentir ganas de comer otro.

Apagó la tele pero Jorge no se dio cuenta. Se acercó a él y le dijo “me rateé al gimnasio como cuando era pendeja”. Hubo besos y un revolcón sobre el sofá. Al rato, Jorge la acariciaba y le ofrecía cigarrillos, que ella aceptaba y apagaba mal. Ella se levantó para ir al baño pero, a mitad de camino, se detuvo para cumplir su objetivo de la postergación. Cuando regresó, la tele estaba prendida y se enganchó con la película que era mala pero, como hacía tiempo que no miraba televisión, le pidió a Jorge que no cambiara. Más tarde, volvieron a comer refuerzos y Alicia supo, en ese momento, que no quería irse de allí porque solamente así podría conseguir la postergación.

Esa noche se durmieron rápido. Él le tocó un rato el hombro pero sin insistir. También tenía sueño.

La postergación de la partida de Alicia transcurrió sin sobresaltos hasta el día número 16, en el que a Jorge se le ocurrió preguntar por qué se estaba quedando con él. La respuesta de Alicia fue tajante y simplista: “Porque quiero estar contigo, porque estás desocupado, porque me necesitás y porque algún día se te van a acabar las botellas”.

No habían hecho gran cosa durante esas dos semanas y poco. Jugar al truco, al tutti frutti, mirar películas malas, mirar películas buenas, ir al supermercado, cocinar, dormir y lavar los platos cada tanto. Hasta que un día a Alicia se le ocurrió pensar, mientras devolvía a Jorge un disgustante cigarrillo con brasa larga, que lo peor de un desocupado era que nunca tenía demasiado para contar. Antes siempre había una historia. Micaela andaba con Roberto. Habían echado al cadete. La esposa del jefe había contratado un detective. El contador maquillaba perfectamente los balances. La secretaria había robado un ventilador.

Alicia sabía que no era de Jorge la culpa de que ella estuviera allí, por lo que decidió que había que romper la rutina y salir. Él no quería que ella lo invitara al cine, al teatro, a tomar algo, al estadio, a la casa de su amiga Natalia que estaba por casarse. A él no le quedaban botellas. Entonces salieron a tomar mate a la rambla y volvieron a la media hora porque empezó a llover. Había estado mal la salida, pensó ella. Su vida había dejado de ser original. Pero se repitió que tenía que quedarse allí para siempre. Se había acostumbrado a vestirse siempre con las calzas y con remeras de Jorge y a lavar la bombacha y colgarla en el patio de la planta baja, desde donde se veía ropa de otra gente que vivía más arriba.

Él la notó aburrida. Le dijo que podía irse cuando quisiera, que no tenía que sentirse obligada a nada. Ella sugirió invitar a Natalia y a su novio a jugar a las cartas.

Natalia vino con un color nuevo en el pelo. Era rojo, como la camisa que tenía puesta Alicia, la única que tenía ahí, la que había llevado puesta el día en que faltó al club. El novio de Natalia, un escribano joven, trajo una botella de whisky y compró unas porciones de pizza y fainá que no quiso cobrar a los anfitriones. A las cartas no jugaron. Natalia no tenía ganas. Habló de lo caro que les estaba saliendo todo y de que por suerte a Nacho le salió otro trabajo y mis suegros bancan la fiesta -van a ir, ¿no?-. El tipo sabía de arte y contaba anécdotas de remates. Natalia, hablaba de lo horrible que es lo que está pasando en el mundo y comía la pizza con cubiertos. Jorge hacía chistes inteligentes, hablaba de fútbol y de política, sonreía, miraba el pelo de Natalia, sonreía.

Entonces Alicia sintió que no la dejaban intervenir y se preguntó por qué ella no era una flaca pelirroja que tomaba whisky y hablaba boludeces con su hombre culto y por qué su hombre culto no se parecía a ese otro que reía sin preocuparse de los monólogos de su mujer estúpida, porque, seguramente, cada uno tenía su mundo y eso estaba bien; entonces, a ella no le molestaba que él fuera culto y a él no le molestaba que ella fuera estúpida, porque tenían que estar un rato separados para juntarse después, porque Alicia sabía que cuando ambos pararan de hablar, el mismo silencio les daría buena cama, además de dedos y respeto.

Cuando la pareja se fue, Alicia y Jorge discutieron. Ella dijo que él miraba demasiado a Natalia, él dijo que era paranoica, que cómo iba a mirar a esa hueca, ella le dijo que más de una vez había mirado a una hueca, él dijo que ella los había invitado y así siguieron hasta que decidieron dormir abrazados, cambiando de posición durante la noche, abrazándose y desabrazándose, empujándose, destapándose, despertando cada tanto y soñando cosas que olvidaron para no contar.

Al día siguiente Jorge decidió buscar trabajo. Alicia se quedó en el apartamento, llorando, sin saber exactamente por qué, con un ojo solo. El otro ojo permanecía grande, abierto y plano, mientras el que lloraba le daba un aspecto de pez de agua fría. Al verse en el espejo, se dijo que se sentía una sirena, aduciendo que era discriminatorio considerar sirena a toda mujer que fuera pescado de la cintura para abajo, dejando afuera a las que lo eran de la cintura para arriba, doblando a la derecha.

Cuando Jorge regresó, dijo que le había ido bien, que empezaría el lunes, el mismo día en que su mujer debía reintegrarse al estudio.

“Me gustaría dedicarme a pintar, ¿sabés?”, comentó Alicia, durante el almuerzo. Esa misma tarde compró los óleos. Pero esa misma tarde, en vez de pintar, se dedicó a pensar en esas, sus vacaciones. Hay películas donde un día dura dos años, pensó; otras, donde dos años duran 90 minutos y la gente no envejece y las casas y las veredas son todas iguales; otras, donde los ladrones siempre son negros y los policías siempre buenos. No importa que el asesino no sea el mayordomo. Lo que importa es que son predecibles. Pero esas vacaciones no. El lunes, cuando todos le preguntaran cómo había estado su licencia, ella diría, simplemente, que genial. Y cuando le preguntaran por qué no estaba bronceada, contestaría que porque se dedicó a pintar. Y sentada con las piernas abiertas, dejó que se le cerraran los ojos y recordó otras épocas. Se acarició la entrepierna con el pincel varias veces. Siguió con los dedos, pensándose rodeada de hombres y mujeres. Después se lavó las manos.

A partir del lunes, casi todo volvió a ser como antes. Volvieron las historias de Jorge y las salidas donde él pagaba. Alicia rompió una de sus promesas y regresó a su casa, donde la esperaban cuatro facturas vencidas, que pagó, con recargo, al día siguiente. El sábado fueron al casamiento de Nacho y Natalia y se divirtieron.

Respecto a su segunda promesa, la de ir al baño, debo decir que, al principio le costó. Llegaba la noche y sentía pánico. Pensaba que amanecería mojada o que su sangre se llenaría de toxinas imposibles de eliminar. Pero tenía un objetivo y eso era excusa más que suficiente para superar los miedos. Incluso logró olvidarse de incluir en la lista del surtido mensual los rubros papel higiénico y perfumol. Pero el día fatal llegó, dos años después, luego de haber ido al Registro Civil para inscribir su propio casamiento. Ella estaba en el sanatorio, esperando el turno para una ecografía de rutina a la que le habían ordenado ir sin haber orinado en las dos horas anteriores. El médico no llegaba, se había demorado en un parto. Entonces, Alicia se desprendió el botón del pantalón que ya no quería ceder más y caminó hacia el baño. La ecografía salió perfecta.

(De A palabra limpia/7, Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2004)

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